Uno de los conceptos más importantes de “la caja de
herramientas” analíticas de Antonio Gramsci es el de “transformismo”.
Esquematizando mucho, se podría decir que para el dirigente comunista italiano
es el dispositivo por medio del cual las clases dominantes, sobre todo en
tiempos de crisis política, cooptan a las élites (los intelectuales) de las
capas subalternas, ampliando su base social y perpetuando su poder.
Para entender lo que se quiere decir, puede resultar útil
poner el ejemplo de la crisis de la 1ª República Italiana. Como es sabido, la
“tangentópolis” puso de manifiesto que la corrupción se había convertido en
sistémica, comprometiendo a una parte sustancial de la clase política y
atravesando todas las estructuras del Estado. La investigación de los jueces
terminó por dinamitar el sistema de partidos, abriendo una gravísima crisis
política y la transición a un nuevo régimen. El resultado de esa operación fue,
al final, la llegada al poder de Silvio Berlusconi y la liquidación, nada más y
nada menos, de la izquierda política, social y cultural italiana.
Lo sustantivo, las lecciones que se deberían sacar de dicha
experiencia (Italia siempre ha sido un laboratorio para la izquierda europea)
es que las crisis políticas están ahí y no se pueden eludir y que las clases populares no son los únicas
protagonistas del conflicto: los poderes dominantes siempre tienen la capacidad
para usar las crisis en su propio beneficio, ampliando su control e influencia
sobre la sociedad. El “transformismo” es, a mi juicio, el concepto que expresa
mejor la sustancia de esa operación “a la italiana”.
En España vivimos hoy una grave crisis política (una crisis
“orgánica “del capitalismo español) que puede culminar en un cambio de régimen,
de hecho, a mi juicio, esto ya ha comenzado. Las similitudes con Italia son
muchas. El centro, una corrupción sistémica, engarzada a un determinado modelo
o patrón de crecimiento y conectada molecularmente con los poderes económicos.
Como en el país transalpino, aquí el centro de atención mediático se dirige a
los partidos políticos y a las múltiples formas de parasitismo, enriquecimiento
personal y comportamiento mafioso ligado al ejercicio de la cosa pública. Los
políticos, en masculino, son culpables y punto.
En Italia, y como hoy en España, hay un actor decisivo que
desaparece: los poderes económicos. Este es el verdadero problema y el centro
de la disputa hegemónica en el país. La cuestión de fondo en una democracia
capitalista es complejo: ¿cómo mandan los que no se presentan a las
elecciones?, es decir, ¿cómo controlan e influyen en las decisiones de la clase
política los que tienen el poder económico?: la corrupción, directa o
indirecta, ha sido y es el mejor instrumento, sabiendo, nunca se debe de
olvidar, que ellos tienen un poder estructural en nuestras sociedades.
Para decirlo con mayor precisión: el problema, aquí y ahora,
es la “captura” del poder político por
los grupos de poder económicos, mediáticos y financieros. La creciente
homogeneidad, en los hechos y en la teoría, entre el PSOE y PP, la separación
cada vez más profunda entre las demandas de las mayorías sociales y las
políticas de los gobiernos, la sumisión absoluta ante las decisiones de la
troika (auténticos chantajes a las poblaciones) son algunos de los datos más
relevantes del control que los poderosos
ejercen sobre una clase política cobarde y dependiente que gobierna contra las personas.
Cuando se habla de la derrota de la política nos estamos
refiriendo a esto: la soberanía popular tiene cada vez menos poder frente a los
grupos económicos y la tupida red de tecnócratas que los representan.
La transición ya ha comenzado y se esta haciendo a espaldas
de la ciudadanía. Por ahora, la clase política bipartidista mal que bien
controla la situación, pero las maniobras son muchas y aparecen por todos
lados. Se puede decir que los poderes fácticos empiezan ya a definir opciones
posibles, manteniendo la actual situación y apostando por futuros alternativos,
inclusive intentando, y algo más, cooptar a dirigentes y cuadros de los
movimientos alternativos, dando voz y medios a posiciones aparentemente
rupturistas pero que acaban por consolidar un modelo de Estado y unas relaciones
de poder funcionales a los grupos económico-financieros dominantes.
Ante una situación así definida caben, al menos, dos
opciones: defender lo existente o disputarle la hegemonía a los poderes
dominantes. Insisto, la transición ya ha comenzado y lo decisivo es que las
clases subalternas, los “comunes y corrientes” participen y le disputen el
gobierno de la misma a los poderes fácticos.
Se trata de definir un proyecto de país, de hacer política a
lo grande, que organice un nuevo modelo de desarrollo al servicio de las
necesidades básicas de las personas, que profundice y amplíe los derechos
sociales y sindicales y, lo fundamental, que construya una democracia económica
y ecológica. La pieza maestra: el poder de la ciudadanía. Lo que esto significa
está claro: proceso constituyente y desarrollo de la soberanía popular para
construir una nueva clase dirigente nacional-popular. A esto es lo que llamamos
Revolución Democrática.
Manolo Monereo