Esther Gómez:
nunca caminarás sola.
Sobre el debate del estado de la Nación, habría que poner el acento en algunas grandes cuestiones: a) Rajoy no representa a la Nación y sus intereses; b) esta sociedad, este modelo de sociedad, es el modelo querido e impuesto por el PP; c) la ruptura del pacto social de la transición es el pacto fundante de un nuevo Régimen; d) Grecia como ejemplo.
Vayamos por partes.
Comencemos por Grecia. Basta leer los periódicos y escuchar a los tertulianos para comprender que los que mandan quieren que fracase la Grecia de Syriza. La consigna sería que Merkel le ajuste las cuentas a Tsipras. Las descalificaciones y las acusaciones de incompetencia van dirigidas a demostrar que solo cabe una política: la impuesta por los poderes económicos-financieros, legitimadas por las instituciones de la Unión. Si Grecia consiguiera sus razonables objetivos sería un mal ejemplo para los pueblos y dejaría en pésimo lugar a los gobiernos que han aceptado el austericidio ordenado por la Troika. Como podemos fácilmente entender, lo que está en juego es algo más que las negociaciones con Grecia: es este concreto y preciso modelo de integración europeo que es la Unión Europea y, específicamente, la relación entre un centro cada vez más poderoso y determinante, hegemonizado por Alemania, y un sur siempre más dependiente y subalterno. No hay que engañarse, si fracasa Syriza, el mensaje es claro: dentro de la Unión Europea no hay salvación y, consiguientemente, habría que plantearse el retorno a los Estados Nación como requisito previo para una estrategia nacional-popular.
En segundo lugar, Rajoy: ¿a qué Nación representa? El PP habla y habla de soberanía nacional, de soberanía popular para oponerse a las nacionalidades históricas y rechazar el derecho a la autodeterminación. Como la derecha catalana, la contradicción es solo aparente, el PP es partidario decidido de esta Europa y comparte plenamente las políticas que empobrecen a la ciudadanía y la expropia de derechos sociales, sindicales, laborales y políticos. Su patria, la de unos y la de otros, lo sabemos todos, está en el bolsillo y en las cuentas opacas de Suiza.
Rajoy es un “mandado”, un administrador (gerente) de los interés del capital financiero-inmobiliario, de la oligarquía, de la plutocracia. De nuevo podemos emplear Vichy como metáfora; nos referimos, claro está, al Régimen colaboracionista del mariscal Pétain: la Europa Alemana es el medio para conseguir lo que la derecha, las diversas y asociadas derechas, no podría haber obtenido en solitario sin pagar un altísimo coste. Antes, la amenaza eran las divisiones panzer; ahora, es el capitalismo financiero es sus diversas formas y modalidades. El objetivo es muy similar: doblegar a los pueblos, imponer una democracia limitada y oligárquica y poner fin a los derechos históricamente conquistados por el movimiento obrero organizado. Rajoy es algo más que un discípulo aventajado de Merkel, representa a una burguesía parasitaria y subalterna, a un bloque de poder, que está de acuerdo con el diseño que los grandes poderes centrales europeos han definido para nuestro país y que nos configura como una periferia económica dependiente y subdesarrollada y como un protectorado político sin libertad y autogobierno democrático. Seguir leyendo -->
Hay una tercera cuestión, que conviene subrayar ahora que comienza un nuevo ciclo electoral: El PP ganó las elecciones generales con un programa sustancialmente diferente del que luego aplicó; no hace falta ser especialista en asesoría electoral para saber que nadie gana una elecciones comprometiéndose a realizar un ajuste salarial duro, fomentar la precariedad laboral y recortar los derechos sociales y sindicales. Esta democracia degradada y sin poder real se basa cada vez más en el supuesto de que una cosa son los programas y promesas electorales y otra cosa muy diferente (y hasta antagónica) es lo que se hace luego en el gobierno. De nuevo aparece la cuestión griega: lo que molesta de Tsipras es que quiera cumplir sus promesas electorales y que se oponga con firmeza a las políticas que empobrecen a sus gentes y que convierten a la democracia en un mero instrumento para imponer y legitimar un capitalismo salvaje.
El sistema realmente existente se basa justamente en lo contrario, es decir, que las promesas electorales no se cumplen, que la política es el arte de engañar a los electores y que no existe un pacto exigible entre los electores y los elegidos. No hay solo delegación hacia una clase política profesionalizada sino ruptura del vínculo de confianza entre la ciudadanía y la democracia expresada en unas elecciones que ya nada eligen. Los que hacen de la mentira un actividad normal de la vida pública, los que prometen una austeridad beatífica compatible con los derechos de las personas, los que entregan a manos llenas cuantiosos dineros públicos a empresas privadas y recortan derechos laborales y sindicales a los trabajadores, los que prometen una salida solidaria de la crisis e incrementan sustancialmente las desigualdades, los que proponen una cosa en las elecciones y hacen otra radicalmente contraria en el gobierno, llaman demagogos a aquellos y aquellas que luchan por una vida digna para las personas, que defienden sus ordenamientos constitucionales y que se niegan a engañar a la ciudadanía.
La cuarta cuestión es decisiva. Lo que vende el PP podría explicarse así: hemos hecho grandes sacrificios y gracias a ellos el crecimiento y los derechos están garantizados para el futuro. La trampa es muy evidente: introducir en el imaginario la idea de que volveremos en algún momento al modelo económico y social anterior a la crisis. Es incentivar la “otra burbuja”, la político-cultural, la de un retorno a un pasado idílico de pleno empleo, de crédito abundante y de un futuro esplendoroso en una Europa solución de nuestros males históricos. Ellos saben, los poderes saben, la clase política bipartidista sabe, que ese pasado no volverá. El PP ha aprovechado la crisis para cambiar el modelo de sociedad y romper el pacto político en que se basó la Transición y la Constitución del 78.
Eran posibles otras salidas a la crisis, siempre las hay y estaban disponibles. Lo que ocurrió es conocido: el PSOE y el PP aceptaron sin rechistar las políticas de austeridad y, sobre todo, el cambio de modelo social, del patrón económico-productivo y más allá de distribución de poder. Aquí tampoco cabe engañarse: este modo de organizar la sociedad y de poder es el del PP, el buscado y querido por el gobierno de Rajoy y viene para quedarse. No es la resultante de una crisis no deseada o un periodo de sufrimiento transitorio. No, es el modelo de sociedad que se corresponde con el nuevo modelo económico-productivo impuesto por la Europa alemana, basado en la desigualdad, en la precariedad social y laboral y en la limitación sustancial de la democracia y la soberanía popular.
Este es el verdadero dilema del país: o se cambian las políticas dominantes impuestas por la Troika o transitaremos en uno u otro grado hacia una economía subdesarrollada y subalterna. Lo nuevo, lo sustancialmente diferente, es que ahora hay condiciones para superar el bipartidismo y plantearse en serio el problema del gobierno y más allá la cuestión del poder, es decir, superar y negar a una derecha que es derecha y una izquierda que no lo es y que muchas veces representa mejor que nadie a los poderes económicos, a los grupos financieros y mediáticos que hoy controlan despóticamente nuestra vida pública.
La quinta cuestión, el proceso constituyente. Debe quedar claro en el debate que quién han roto los pactos básicos sociales y políticos de la Transición han sido los poderes económicos legitimados por el PSOE y por el PP. La reforma del artículo 135 de la Constitución es la expresión de un nuevo pacto que inicia la transición a un nuevo régimen político sin (es la idea central) la participación del pueblo, de los hombres y mujeres, de las ciudadanas y ciudadanos. Regenerar la democracia española implica devolver la palabra, la decisión y la propuesta al pueblo, es decir, convocar un proceso constituyente y hacer de este un medio para construir, organizar y definir un nuevo proyecto de país.
El gobierno de coalición está ya sellado y firmado en lo sustancial, en eso que se llama pudorosamente “cuestiones de Estado” y solo lo será formalmente en función de las circunstancias sociales y, sobre todo, electorales. Dicho de otro modo, si Podemos avanza lo suficiente para cuestionar el bipartidismo dominante. Las diferencias entre Pedro Sánchez y Susana Díaz no tienen que ver, en sentido estricto, con divergencias políticas de fondo, sino el cómo gestionar el papel del PSOE ante una coyuntura nueva que cuestiona su control sobre una parte significativa del electorado, en gran parte, bajo la consigna del voto útil de la izquierda. Susana Díaz estaría dispuesta a demostrar que ella es más fuerte, más capaz, para asegurar una renovación “lampedusiana” del régimen existente. El “reformismo sin reformas”, el “cambiar todo para que todo siga igual” requeriría una personalidad más fuerte que Pedro Sánchez, respaldada por un triunfo electoral y con la confianza probada de los grupos financieros, como la Presidenta andaluza.(*) Manolo Monereo es politólogo y miembro del Consejo Político Federal de IU.