Siempre me pareció interesante la posibilidad de hacer una encuesta entre
la población y preguntarle a las personas quién era para ellos el soberano de la Constitución
Española. Tengo la impresión que una parte muy significativa diría que el
soberano es el Rey Juan Carlos.
En la transición se habló mucho de que la democracia era, básicamente, dejar
de ser súbditos y convertirnos en ciudadanos. Cabe preguntarse, casi 40 años
después de la muerte del dictador, si la ciudadanía de nuestro país cree
realmente que la soberanía reside en el pueblo y que la legitimidad democrática
del sistema depende de eso.
Hoy la separación entre la clase política y la ciudadanía es enorme y
tiende a acentuarse. El soberano, es decir, los ciudadanos y ciudadanas, se
sienten impotentes, objeto y no sujeto de su historia y sin ningún poder para
cambiar las cosas. Su vida y sus derechos sociales y laborales están en
permanente retroceso; sus libertades reales, encogidas, y el futuro, sobre todo
para las nuevas generaciones, bloqueado. No es de extrañar que en las grandes
manifestaciones de los últimos tiempos, el grito más coreado haya sido,
precisamente, el “no nos representan”. Ese “no” va dirigido a los
parlamentarios, a las Comunidades Autónomas, a los poderes del Estado, a la
Casa Real.
¿Qué hay detrás de todo esto? En primer lugar, una gravísima crisis económica que está siendo
aprovechada para liquidar derechos y conquistas históricas de las y los
trabajadores. La Europa que era la “solución” a nuestros males históricos, se
convierte cada vez más en un problema, unas instituciones que el sentido común relaciona
con políticas de derechas bajo la hegemonía alemana.
En primer lugar, la captura de la clase política por los poderes económicos.
Los políticos y la política aparecen en el centro de todas las críticas; ellos
son los culpables, pero se deja a un lado que lo son, precisamente, porque no
tienen ninguna autonomía frente a los poderes fácticos y porque se subordinan a
ellos. Aparece la corrupción pero no los corruptores y se olvida un hecho
esencial, que la corrupción ha sido siempre el mecanismo que usan los poderes
económicos para mandar.
En tercer lugar, es que vivimos un estado de excepción. ¿En qué consiste?
En la suspensión del derecho y en el dominio de los poderes fácticos
(económicos y mediáticos), es decir, poderes no elegidos y no responsables
democráticamente. La Constitución de 1978 es, cada vez más, algo meramente
nominal y funciona solo en los supuestos que no se oponen al dominio de estos
poderes. Estamos, en la práctica, ante la transición a un nuevo régimen que
denominaríamos de democracia oligárquica,
sin el ejercicio del poder constituyente y a espaldas del pueblo, es decir, del
soberano.
El Frente Cívico viene a denunciar esto, que se está liquidando un régimen
constitucional y que ninguna fuerza política, salvo la actitud crítica de IU,
está oponiéndose realmente a ello. Se trata de construir un poder ciudadano que
defina democráticamente nuevas reglas, nuevos criterios y nuevos objetivos. A
eso se le ha llamado históricamente poder
constituyente. La condición previa es la movilización ciudadana y la
ruptura con el bipartidismo político (apoyado siempre por la burguesía vasca y
catalana, PNV y CiU) piedra angular de todo un sistema que ha entrado
definitivamente en crisis.
Para superar la creciente separación entre las instituciones y la ciudadanía,
un estado de excepción que se convierte en permanente, no cabe otra opción que
devolverle la palabra al pueblo. Hay que generar las condiciones para una gran
convergencia política y social que se oponga a la actual involución
civilizatoria y que defina un nuevo proyecto histórico para el país. Eso es,
muy resumidamente, lo que pretende el Frente Cívico.
Hace apenas unos meses una propuesta así habría sido definida como la
enésima locura de Anguita. Hoy los cuerdos no son capaces de entender que
vivimos una triple crisis: de régimen, de Estado y de la política en sentido
fuerte. Se podría decir que la normalidad
nos condena a la catástrofe.
No tenemos todo el tiempo del mundo para cambiar.
Manolo Monereo Pérez
Madrid, 23 de septiembre de 2012