No duró demasiado. La llamada globalización
fue siempre un proyecto político ligado estructuralmente a la hegemonía de los EEUU: fue el intento
apenas consumado por consolidar un nuevo orden internacional basado en su indiscutible dominio y, lo
decisivo, que impidiese la emergencia de una potencia o de un conjunto de ellas
que lo pusiese en cuestión. Un mundo ordenado
de tal modo que la “híper potencia” norteamericana nunca tuviera realmente que compartir su
poder.
La globalización fue también una ideología
mistificadora y encubridora de la realidad. Algunos la confundieron con un
Imperio que dejaba atrás al sistema imperialista, liquidaba las arcaicas
relaciones Centro- Periferia, ponía fin al Estado Nación y creaba una
“multitud” esclarecida capaz de cambiar el mundo de base. El ensueño no duró
históricamente casi nada. Los diversos conflictos bélicos, las recurrentes
crisis financieras y la “gran recesión” del 2008 pusieron de manifiesto que
estamos entrando en un proceso de bifurcación histórica y que de nuevo la hegemonía norteamericana se cuestionaba radicalmente y con ella la
globalización capitalista.
Lo que está emergiendo ante nuestros ojos es
un mundo que vive una decisiva redistribución de poder, el surgimiento de
nuevas y la reaparición viejas potencias que discuten el orden existente y que
reclaman un régimen internacional diferente que reconozca las nuevas realidades
económicas, culturales y político-militares. Retorna la geopolítica, los
intereses estratégicos de los Estados, la competencia entre ellos y los
durísimos conflictos para ganar influencia y ocupar espacios. Retorna la razón
de la fuerza convertida en la fuerza de los Estados. La verdad es que nunca se
fueron y no será fácil situarse bien ante lo que viene, sobre todo, para los
que estamos del lado de las clases subalternas y de la liberación de los
pueblos. No hay que olvidar, lo ha señalado recientemente Jean-Pierre
Chevènement, que el fracaso de la anterior globalización capitalista costó una
guerra de 30 años y millones de muertos. El mercado autorregulado capitalista,
en contextos imperialistas, generan
monstruos que siempre llevan consigo desolación y muerte, inmensos
sufrimientos para las personas y los pueblos.
Nada explica mejor esta nueva dinámica
política internacional que los conflictos que sufren Ucrania y Venezuela. Cada
uno de estos estados viven enfrentamientos internos durísimos, determinados, en
gran medida, por los intereses estratégicos de las grandes potencias en su lucha permanente por ganar influencia y poder, por recursos y
espacios en disputa, por ganar ventaja y desgatar al adversario e imponer sus
reglas y mercados para los negocios de sus empresas. A esto se le ha llamado
desde hace tiempo imperialismo.
La primera cosa que sorprende y que asemeja
ambas situaciones es que son
“revoluciones buenas”: tienen el apoyo unánime de los medios de comunicación y
sus protagonistas son presentados como valientes y dignos combatientes por la
libertad. Los gobiernos no son solo “malos” son algo peor: el “enemigo”. Poco
importan que estos gobiernos sean legales y hasta legítimos según los criterios
normalizados por el Occidente “democrático y liberal”. La demonización es tal
que lo único posible es su derrocamiento. En un país como el nuestro, donde
tanto se usa y se abusa del consenso como modo normal de resolver la contienda
y el conflicto político (la Transición es la luz de nuestro mundo) se defiende
casi siempre, para ambos conflictos, la solución de “masas e insurreccional “.
Si algo queda claro de los “papeles de
Wikileaks” o del asunto Snowden es que
el “complejo integrado” comunicacional es un arma de guerra que engarza
sólidamente a los poderes políticos, económicos, servicios secretos, los medios
en versión completa, y los pone a disposición de las opciones estratégicas de
las grandes potencias. Los EEUU han llegado a tal sofisticación, a tal
capacidad de actuar en diversos planos y espacios que convierten al mencionado
complejo en un instrumento de poder solo comparable con el dispositivo
político-militar.
La segunda cuestión que a nadie debiera
extrañar es que Ucrania y Venezuela son objetivos geopolíticos de grandes
dimensiones. Ucrania era el segundo Estado en importancia de la extinta URRS,
zona de frontera y de transito de gas ruso, espacio en disputa entre Rusia y
una Unión Europea cada vez más alemana, donde los intereses estratégicos
norteamericanos están presentes con enorme fuerza. Contener a una Rusia
recuperada, que empieza a ser de nuevo determinante en conflictos armados
(Siria), en un Oriente Próximo en permanente ebullición (Irán) y donde las “primaveras”
árabes se han ido convirtiendo en fríos inviernos de restauración. Más allá, el
verdadero peligro: una alianza estratégica ruso-china ampliada a las ex
repúblicas soviéticas, a Irán, desarrollando y ampliando la Organización de
cooperación de Shangai hasta convertirla
en una alternativa a la OTAN.
Las conversaciones, filtradas, de la
secretaria de Estado adjunta para Europa de los EEUU con su embajador en Kiev,
muestran bien a las claras que han sido y son actores “internos” del conflicto,
que lo financian generosamente y que forman parte del Estado Mayor de la
insurgencia. Es más, cuando dicen aquello tan ocurrente de que “se joda la
Unión Europea” lo que realmente expresan es que esta es una aliada subalterna y
que también aquí la administración
norteamericana es determinante, sobre todo, cuando se enfrentan a la
vieja Rusia. ¿Para qué sirve si no la OTAN?
Los
intereses estratégicos de EEUU sobre Venezuela son tan conocidos y evidentes
que casi no merece mucho detenerse en ellos. Solo insistir que el fundamento
último de su poder imperial reside en su capacidad para controlar América
Latina y sus ingentes recursos naturales de todo tipo, especialmente los
energéticos. Venezuela es el país con las mayores reservas de petróleo
reconocidas del mundo, representa el esfuerzo más consistente para superar
las políticas neoliberales y es un eje
fundamental en la vertebración unitaria de la región, dirigida a conquistar la
independencia del vecino del Norte.
Ucrania y Venezuela son sociedades muy
polarizadas y con una institucionalidad débil. En un caso (Ucrania) hay una
polarización étnica y racial; en otro (Venezuela) es predominantemente social y
de la clase. Hay dos ucranias claramente diferenciadas, una es fuertemente
nacionalista y anti rusa, xenófoba y antisemita, que ha sido capaz en estos
años de independencia de crear un imaginario social basado en el odio a Rusia
pero, sobre todo, el odio a los rusos de “dentro”, es decir, a la mitad de la
población del país. La otra Ucrania es la industrializada, la obrera, la minera
que se considera por lengua, cultura e identidad próxima a Rusia y que se
siente crecientemente excluida del país.
La polarización de Venezuela es básicamente
social y de clase. Con el chavismo emergen los excluidos económicos, sociales
y, sobre todo, políticos. La polarización existía ya antes, ahora es visible y movilizada en
nombre de un proyecto del país que le da voz, protagonismo y que busca su
bienestar. El eje exclusión-inclusión es decisivo desde el punto de vista
político y marca toda la fase. Desde el primer día se le combatió
sistemáticamente; se usó de todo contra el nuevo régimen: huelgas económicas,
boicot, golpes de estado y cualquier tipo de provocaciones. Todo eso después de
18 elecciones ganadas, las últimas hace unos pocos meses.
La clave, en uno u otro, caso es la presencia
de una oposición social y política férreamente unida, que nunca da tregua al gobierno salido de las urnas y que busca
permanentemente la confrontación. Lo decisivo es la presencia de una minoría
organizada, militante, muy cohesionada
ideológicamente y con gran capacidad de mantener el cuestionamiento de la legitimidad del
gobierno. El centro del discurso: construir el enemigo y organizar el mal en
torno a él. El racismo siempre funciona, bien como el “otro”, bien como el
pobre que nos quita el sueño ante su creciente libertad y protagonismo, las
clases peligrosas como enemigas.
Ya sabemos cómo ha terminado Ucrania. Ahora
desaparecerá de los medios. Nada o poco sabremos. Veremos cuál es la
solidaridad real de la Unión Europea con el pueblo ucraniano y veremos lo que
dan de sí las próximas elecciones. No será así con Venezuela, continuará la
híper visualización de los conflictos, se contaran con pelos y señales los
desórdenes públicos y nunca se dirá cual es la política real que se hace en ese
país. ¿Hasta cuándo? hasta que consigan poner fin al gobierno democrático
venezolano.
Manolo Monereo Pérez
http://www.cuartopoder.es/tribuna/cuando-comprenderemos-que-la-llamada-globalizacion-termino/5544