Para situarse con rigor en el proceso de la Transición
española y el papel en ella de Adolfo Suarez, hay que tener en cuenta, cosa que
hoy se olvida, la excepcional coyuntura política nacional e internacional en la
que se inserta.
Coyuntura internacional. Estaba definida por un retroceso
global del imperialismo norteamericano (derrota en Vietnam), el ascenso de la
URSS (aparente), de los movimientos de liberación y del movimiento obrero
organizado europeo. Específicamente influyó mucho en la Transición la caída de
las dictaduras portuguesa y griega y el ascenso muy potente de la izquierda,
sobre todo, en el sur europeo.
La caída de las dictaduras griega y portuguesa alarmaron
mucho al capitalismo europeo y a la socialdemocracia. En Portugal,
destacadamente, la ruptura vino desde un lugar inesperado: la oficialidad de un
ejército cansado de la larguísima guerra colonial. La Revolución de los
Claveles, su radicalismo económico y social, preocupó enormemente a las clases
dirigentes de nuestro país. Para unos, se trataba de amarrar aún más el propio
régimen; para otros dar pasos “aperturistas” que evitaran una radicalización de
la oposición al régimen.
Coyuntura nacional. Estaba definida por los siguientes
datos: 1) una gravísima crisis económica que ponía en cuestión el modelo de
acumulación del capitalismo español, 2) ascenso del movimiento obrero. Las CCOO
(ilegales) ganaron las elecciones sindicales(sindicato vertical) en los grandes
centros industriales; 3) el crecimiento de la oposición al régimen que tenía al
PCE como eje aglutinante; 4) Significativa presencia de fuerzas y movimientos
nacionalistas que unían lucha por la democracia con la reivindicación de los
estatutos de autonomía plebiscitados en la República (“libertad, amnistía y
estatuto de autonomía”); 5) La presencia de grupos armados, destacadamente Eta
que contaban con un considerable apoyo de la opinión pública, sobre todo en las
nacionalidades históricas; 6) dos datos para no olvidar: la ruptura interna dentro de la Iglesia
Católica que llevó a una parte de ella a aliarse con la oposición democrática y
el protagonismo del movimiento estudiantil y de la intelectualidad.
Crisis del régimen franquista. Después de la muerte del
dictador era evidente que el régimen surgido de la Guerra Civil entraba en un
periodo de crisis y que era necesaria
otra forma de dominación política. Esto lo sabían el Rey, los poderes
económicos nacionales y extranjeros, específicamente los europeos y, hay que subrayarlo,
la socialdemocracia europea asustada por avance de los partidos comunistas.
La primera alternativa (gobierno Arias-Fraga) fue la
“reforma del franquismo”: cambar poco para que, en lo fundamental, todo
siguiera igual. En las diversas versiones de la historia se suele olvidar que
este gobierno fue derrotado por la oposición política y, especial y
singularmente, por el PCE. Pero hay que decirlo claramente: el PCE tuvo fuerza
para impedir la reforma del franquismo pero no la tuvo para conseguir la
ruptura democrática con él, aunque lo intentó mientras pudo.
¿Por qué no fue posible la ruptura democrática? seguir leyendo -->
No es fácil responder a esta pregunta, entre otras cosas, como suele ocurrir con la realidad histórica, no hay solo una causa y es difícil establecer una jerarquía entre ellas. Aquí es donde aparece la figura de Adolfo Suárez. Los poderes fácticos, nucleados y organizados en torno a la monarquía, llegaron a la conclusión que había que ir a un cambio de régimen que no implicara una ruptura con los aparatos e instituciones claves del Estado (magistratura, ejército, policía y administración) y que no implicase tampoco un cuestionamiento sustancial de los poderes económicos dominantes. Para esto había que conseguir neutralizar a dos sectores: a los franquistas en sentido estricto (muy influyentes en el aparato y las instituciones del Estado) y también a la oposición rupturista que, de facto, estaba dividida entre la Plataforma (la democracia cristiana más el PSOE) que agrupaba a los sectores más moderados y la Junta Democrática (en la que el PCE tenía el papel determinante) que apostaba por una democratización sustancial.
No es fácil responder a esta pregunta, entre otras cosas, como suele ocurrir con la realidad histórica, no hay solo una causa y es difícil establecer una jerarquía entre ellas. Aquí es donde aparece la figura de Adolfo Suárez. Los poderes fácticos, nucleados y organizados en torno a la monarquía, llegaron a la conclusión que había que ir a un cambio de régimen que no implicara una ruptura con los aparatos e instituciones claves del Estado (magistratura, ejército, policía y administración) y que no implicase tampoco un cuestionamiento sustancial de los poderes económicos dominantes. Para esto había que conseguir neutralizar a dos sectores: a los franquistas en sentido estricto (muy influyentes en el aparato y las instituciones del Estado) y también a la oposición rupturista que, de facto, estaba dividida entre la Plataforma (la democracia cristiana más el PSOE) que agrupaba a los sectores más moderados y la Junta Democrática (en la que el PCE tenía el papel determinante) que apostaba por una democratización sustancial.
La solución a estos dilemas reales la encontraron en la hoja
de ruta ideada por Torcuato Fernández Miranda: ir a un cambio de régimen
dirigido, organizado y controlado por los sectores reformistas del propio
régimen. Se podría decir así: “tenéis fuerza para obligarnos a cambiar el
régimen, pero la definición, los ritmos y los contenidos últimos los
establecemos nosotros, es decir, los poderes económicos nacionales e internacionales
y los reformistas del régimen franquista” repito, organizados y nucleados en
torno a la monarquía.
Esto es lo que explica el galimatías y las confusiones
permanentes en torno a si hubo o no ruptura, si fue la reforma y qué tipo de
reforma. Lo que parece evidente a estas alturas es que hubo un cambio de
régimen y que, desde ese punto de vista,
hubo un corte, una discontinuidad sustantiva con el régimen anterior, pero esta
fue la cuestión decisiva, que conscientemente
organizó para evitar lo que en Portugal y, en parte, en Grecia se dio:
la ruptura democrática.
La clave tiene que ver con el poder y con la correlación
real de fuerzas. Esto fue lo que el PCE y, especialmente Santiago Carrillo,
eludieron una y otra vez y no tuvieron en cuenta, sobre todo, una vez que la
Transición comenzaba. Lo sustancial de la ruptura democrática era el
protagonismo en la transición de las clases trabajadoras, es decir, no era lo
mismo un cambio de régimen con las masas en la calle y con un gobierno de
transición que dirigiera el cambio, que lo que lo que realmente se estaba
produciendo en España, que no era otra cosa que un cambio de régimen conducido y dirigido por
los sectores reformistas del mismo.
Adolfo Suárez, con el Rey a un lado y Torcuato Fernández
Miranda al otro, coordinó y ejecuto esta
política que muchos, incluidos el PCE, pensaban que era imposible. Era aquello
de “régimen a régimen, hecho por la Ley”. Para eso, insisto de nuevo, tuvo que
organizar la doble neutralización, de los franquistas y de los rupturistas y,
además, tomar la iniciativa política. Se puede decir que estas dos cuestiones
las hizo con mucho coraje y habilidad. Suárez tenía determinación, sabía, en
líneas generales, a donde había que ir y tuvo la habilidad táctica para ir
sorteando las dificultades que surgían en el camino.
La Ley de la Reforma Política fue la pieza maestra:
liquidaba de hecho la “democracia
orgánica” franquista y ponía las bases para unas elecciones
democráticas. La iniciativa política la mantuvo durante todo el proceso y situó
a las fuerzas rupturistas (PCE) a la
defensiva. Y no solo esto. La aprobación masiva de dicha Ley por el pueblo
español le daba algo extremadamente importante, legitimidad democrática y desde
ella, negociar con las fuerzas de dentro y de fuera del régimen. Hay que
subrayar, las vueltas que da la vida, que en este paquete reformista iba la
actual Ley Electoral: conocían mucho más de lo que se pensaba en la oposición
el país real y como impedir la fuerza de la izquierda y, especialmente, del
PCE.
Suárez es el último icono de la Transición. Hasta cierto
punto, terminó siendo una figura rota. La Transición liquidó a dos de sus
protagonistas más conocidos: Suárez y Carrillo. Todo ello, no se debe olvidar,
a la mayor gloria del Rey, 23 F mediante. Él sirvió a su señor, al núcleo de
poder organizado en torno al Rey, y lo hizo con coraje y lo pagó duramente. Por
eso su figura, insisto, como la de Carrillo, reflejan lo que fue, no solo la
Transición, sino, lo fundamental, el tipo de régimen resultante. Desde un punto
de vista de clase, se puede decir, que los poderes dominantes determinaran sus
contenidos básicos, señalaron límites infranqueables que no se podían rebasar y
acotaron los márgenes la democratización real de la sociedad. Hubo democracia,
sí, pero limitada por los poderes fácticos, económicos y financieros, y por el
“partido militar”. El dilema final (que el PCE no supo ver) no era entre una
abstracta contradicción entre democracia y dictadura sino qué tipo, qué
contenido de la democracia que efectivamente se iba construyendo y, sobre todo,
el protagonismo en ella de las clases subalternas.
Hubo otro coste que nunca se tendrá suficientemente en
cuenta: el miedo. El tipo de Transición que se hizo llevaba el miedo
incorporado, el temor permanente al golpe de Estado y el terrorismo pesaban como una inmensa losa
sobre el imaginario de las personas y gravitaba tremendamente sobre la memoria
de la Guerra Civil. Esto es tan cierto que aún hoy el miedo a definirse políticamente,
la ocultación de a quien se vota y por qué es usual en muchas partes de nuestra
país. Lo que se ha llamado el franquismo sociológico tiene mucho que ver con
esto. El régimen del 78 no nos hizo ciudadanos, seguimos siendo súbditos. El
miedo al golpe fue el instrumento preciso para conseguirlo: libres, pero
vigilados; derechos, pero limitados; reformas si (hoy lo sabemos), pero
reversibles.