Hemos ido aprendiendo que el bipartidismo es un modo de organizar el
poder para impedir la realización de políticas de izquierda. Desde el
principio fue algo más que un injusto y antidemocrático sistema
electoral: era el modo, unas veces sofisticado, otras veces burdo, por
medio del cual los que no se presentan a las elecciones siempre ganan.
La derecha económica y mediática son gobierno: unas veces como PP, otras
como PSOE.
Hay diferencias, sin ninguna duda, si no las hubiera el negocio no
sería posible. Es más, el componente esencial del asunto es que se
escenifiquen “radicales” diferencias, debates “dramáticos” y todo tipo
de insultos y descalificaciones. Insisto: es necesario que haya
diferencias, entre otras cosas, porque las prebendas del ejercicio del
poder político son enormemente significativas. La relación corrupción y
bipartidismo es algo establecido. ¿Dónde está el truco?: en los límites
que no se pueden rebasar, que se corresponden con los intereses
estratégicos definidos por los grandes poderes económicos-financieros.
Es decir, los dos grandes partidos (siempre hay que añadir a la
burguesía vasca y catalana, como parte decisiva del bloque del poder)
están de acuerdo en lo fundamental y divergen en lo accesorio. Cuando el
bipartidismo entra en crisis, como ahora, se encienden todas las luces
de alarma.
La Unión Europea, como he subrayado en
más de una ocasión, es el territorio ideal para que se de este consenso
fundamental. El mecanismo ha sido y es muy eficaz: los gobiernos
aprueban políticas en la UE que no podrían defender, sin grandes costes,
en cada uno de sus Estados y luego las presentan como exigencias
obligatorias y permanentes de una Europa abstracta y genérica. Europa lo
exige, la Merkel lo manda y los mercados lo requieren. Así se ha
ido desmontando pieza a pieza el Estado social y los mecanismos que
regulaban los mercados y promovían el desarrollo. Derecha y
socialdemocracia se han ido turnando y aprobando las directivas que
emanan de los poderes dominantes, de los grandes oligopolios financieros
e industriales. Los tratados son la demostración más evidente de lo que
decimos: siempre aprobados por el PP y el PSOE, con los añadidos
imprescindibles de la derecha vasca y catalana.
La crisis lo ha cambiado todo. Ha puesto de manifiesto el carácter neoliberal de la construcción europea; ha evidenciado la subalternidad
de la clase política bipartidista a los poderes económicos; ha
mostrado hasta la saciedad que el objetivo es poner fin a las conquistas
históricas del movimiento obrero y sindical, a los derechos sociales y
laborales y, es la cuestión de fondo, que estamos ante una descomunal
redistribución de renta, riqueza y poder en favor del capital
monopolista-financiero. Los gobiernos conspiran contra sus poblaciones y
poco o nada importa que sean de derechas o socialdemócratas. De ahí
deviene la crítica al bipartidismo y de aquí, aparentemente, surgen las
propuestas a favor de una “gran coalición” a la alemana.
De un posible gobierno de gran coalición PP-PSOE se viene
hablando desde hace tiempo. Tiene que ver, como antes se indicó, con el
agravamiento de la crisis económica y social, el deterioro creciente de
la monarquía, el desprestigio de la clase política y, en general, la
desafección de una parte significativa de la población respecto a las
instituciones y a las formas de la democracia realmente existente. En el
fondo -esto es cada vez más reconocido-, lo que está en crisis es el
Régimen político surgido con la constitución del 78.
Un gobierno de coalición PP-PSOE es muy delicado para el futuro del
bipartidismo y del propio Régimen e implica riesgos no menores. El
sistema funciona porque da la imagen (los medios de comunicación son
decisivos para este propósito) de una polarización, de una
contraposición, derecha-izquierda. Sutilmente se confunde alternancia
con alternativa: para impedir que se den alternativas reales entre
posiciones ideológicas definidas, es necesario que juegue la alternancia
entre opciones compatibles con los intereses de los poderes fácticos y
su cada vez más efectivo control sobre la política. Para decirlo de otra
forma: gobierno de coalición ya existe entre el PP-PSOE en las grandes
cuestiones de Estado, en los temas de fondo que realmente importan a los
poderes realmente existentes, explicitar un gobierno conjunto de la
derecha y de los social liberales podría beneficiar especialmente a las
fuerzas de izquierda que están por un proyecto político y social
alternativo. Sobre todo, es bueno subrayarlo, porque el bipartidismo es
visto por las nuevas generaciones como algo negativo y contrario al
pluralismo político. ¿Por qué aquí y ahora proponer un gobierno de
coalición?
La razón de fondo, a mi juicio, tiene que ver con el deterioro
profundo del Régimen y, más allá, con el nuevo modelo de acumulación
que se está configurando por y desde la crisis. Somos la periferia
dependiente y subalterna de una estructura de poder organizada en torno a
un “núcleo” dominado por la Gran Alemania. Los poderes económicos, la
clase política y la monarquía reinante están de acuerdo con el nuevo
papel que se le asigna España en la división del trabajo definida por la
Unión Europea y que literalmente nos condena al subdesarrollo social y
productivo. Este es el nudo donde se organizan y se entrecruzan las
contradicciones.
La “gran coalición” sería algo más que un ejecutivo conjunto PSOE-PP.
El objetivo parece claro: organizar desde el poder político una nueva
transición hacia una (enésima) restauración borbónica, de ahí la
radicalidad de la propuesta realizada por los portavoces orgánicos del
capital financiero. Digámoslo con todas sus palabras: hacer una
propuesta de este calibre en plena campaña electoral no beneficia al
PSOE precisamente, luego ¿por qué se hace? La hipótesis de la que
partimos es que se está intentando, de un lado, determinar la agenda
política y, de otro, doblegar a una parte del PSOE poco interesado, por
ahora, en esta propuesta. Se podría pensar que uno de los objetivos
últimos de esta operación palaciega, financiera y mediática seria
remodelar las fuerzas políticas a la italiana, es decir, cambiar el mapa
de los partidos y propiciar un sistema electoral mayoritario.
Propuestas como estas se vienen haciendo desde hace años y Felipe González no es la primera vez que las defiende.
Organizar la transición a un nuevo régimen tendría objetivos precisos:
- Garantizar por todos los medios la continuidad de la Monarquía, entendida como eje organizador del bloque de poder e instrumento de cohesión entre el poder económico y el político. La tarea más complicada es conseguir la rápida abdicación de Juan Carlos y la entronización de su hijo Felipe como símbolo de la regeneración democrática del sistema.
- La reforma de la constitución del 78. El verdadero objetivo es impedir la apertura de un proceso constituyente que signifique en la teoría y en la práctica el autogobierno de los ciudadanas y ciudadanos, la ruptura democrática. Rajoy lo ha dicho una y otra vez: es la Unión Europea la que ha cambiado y cambiará aún mas nuestra constitución económica y social; por lo tanto, se harán reformas para adaptarse al que tiene el verdadero poder, al soberano efectivo, los poderes económicos y financiero.
- Encontrar acomodo a las varias cuestiones “nacionales” del Estado español, poniendo el acento en lo que une a las diversas burguesías: la Monarquía y la UE.
- Modificar la vigente ley electoral, apostando por un sistema mayoritario y desde ahí modificar las estructuras partidarias. El objetivo: reforzar el bipartidismo y avanzar, lo diríamos así, hacia la norteamericanización de la vida pública.
- Consolidar y convertir en ley lo conseguido ya con las políticas de ajuste: desmontar el Estado Social, la pérdida de derechos sociales y sindicales y la mercantilización de los servicios públicos.
- Alinear firmemente a España y a la UE a la política exterior (comercial, político-militar y estratégica) norteamericana. Un dato central será el Tratado Transatlántico de Comercio y de Inversiones que consagra la subalternidad económica y comercial de la UE a la geopolítica del Imperio.
Conseguir esto no será fácil. Se requieren, al menos, tres cosas: una
fuerte unidad del bloque de poder en torno a las dos fuerzas
mayoritarias; una Izquierda Unida, y en general, una izquierda
transformadora débil y sin capacidad de movilización y unidad y -es la
clave- la pasividad de las clases trabajadoras, de la ciudadanía. El 22M
puso de manifiesto que hay fuerza para la movilización y el compromiso
social si se organiza la unidad y se definen bien los objetivos. Lo que
viene está claro: una salida capitalista a la crisis que implique un
nuevo régimen monárquico y una democracia “limitada y oligárquica”. La
alternativa está también clara: ruptura democrática para un proceso
constituyente que consagre una democracia de hombres y mujeres libres e
iguales, que subordine la economía a la sociedad y garantice los
derechos sociales de todas las personas. A esto siempre se le llamó aquí
República.
Publicado en Cuarto Poder
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