Para las compañeras y compañeros del CEPS
Siempre es bueno saber donde se está en cada momento, cual es la fase política real que se vive y ser capaces de distinguir lo episódico de lo fundamental, las voces de los ecos, que decía el poeta. Tiene esto que ver con un fenómeno que en momentos como el presente es mortal de necesidad, nos referimos a hacer política a base de titulares de prensa y situar los mayores o menores desajustes internos de las fuerzas políticas en el centro de las preocupaciones, olvidando, que a pesar de la aparente normalidad, esta etapa se caracteriza por una lucha especialmente dura y hasta encarnizada, entre las fuerzas empeñadas en la consolidación del nuevo régimen monárquico y aquellos que defendemos la ruptura democrático-republicana. Olvidar esto es perderse y no tenemos todo el tiempo del mundo para dar vueltas sobre nosotros mismos: hay que hacer política y a lo grande. No queda otra.
Los nostálgicos de la Constitución del 78, cada vez menos,
es verdad, plantean este asunto de modo diferente: estamos en un paréntesis
doloroso, muy doloroso, pero transitorio; volveremos pronto al pasado, a los
pactos, a la negociación colectiva, a los derechos sociales, al crecimiento
económico y a la paz social. Esta es la penúltima quimera (siempre caben más)
de los que se niegan a afrontar la realidad y sacar consecuencias políticas y
estratégicas adecuadas. No, el pasado no volverá. La disyuntiva aparece cada
día más clara: o un nuevo régimen monárquico, en acelerada construcción, basado en una
democracia “limitada”, “oligárquica” y crecientemente “autoritaria”, o un
proceso constituyente que defina un nuevo proyecto de país fundado en una
democratización sustancial del poder económico, político y mediático-cultural.
Cabe una variante, vengo insistiendo en ello desde hace
tiempo, el transformismo, es decir, usar la fuerza de los que quieren cambios
reales para consolidar nuevas formas de dominio que lejos de ”democratizar la
democracia” consoliden y hagan más fuertes poderes económicos y mediáticos y su
control sobre la clase política. La
clave está, en muchos sentidos, en el gobierno de Rajoy y, secundariamente, en
su partido. El poder del Estado es siempre decisivo y en épocas de transición
mucho más: coordina, centraliza y ordena los diversos poderes (incluido los no
gubernamentales) y los convierten en
decisión política.
El gobierno del Estado (del bloque del poder, sobre todo)
tiene que tomar opciones nada fáciles, la primera el papel del PSOE en la
sociedad española. Sin una ayuda potente de los poderes fácticos, el Partido
Socialista no levantará el vuelo. La operación primarias no parece haber servido para dar una señal inequívoca
de recuperación y todo apunta que los problemas de su decadencia
político-electoral siguen estando muy presentes y sin una salida visible. El tema
de fondo es simple: el papel del partido de Felipe González ha sido históricamente hacer imposible una
alternativa de izquierdas, asegurando la leal alternancia de los partidos
dinásticos. El avance de Podemos y la consolidación de IU lo hacen innecesario para esa función y lo
obligan a definirse en un nuevo campo político, donde las opciones son todas
muy complicadas y con resultados inciertos. El PP, al final, puede dejarlo
caer.
Otro asunto de calado es la llamada “cuestión catalana”. La
presión de los poderes está siendo muy fuerte, intentando una salida que ayude
a la consolidación del nuevo régimen en construcción y que, sobre todo, no
contribuya a acumular fuerzas del lado de los que impulsan la ruptura y el
proceso constituyente. Al final, el asunto tiende a alinearse del siguiente
modo: reforma constitucional o proceso constituyente, es decir, es lo
sustancial, evitar el protagonismo del sujeto popular, de las mayorías sociales
en el cambio político. Rajoy sigue teniendo el “botón nuclear”: convocar
elecciones generales anticipadas con la secesión catalana en el centro,
generando así un nuevo alineamiento político e impulsando una salida mucho más
a la derecha de la crisis del régimen.
Ahora bien, el catalizador, el acelerador de los cambios
sigue siendo el avance electoral de las fuerzas rupturistas, es decir,
Izquierda Unida y Podemos. No tener esto en cuenta, situarlo en un segundo
plano o jugar a política palaciega es caer en las trampas de los poderes
realmente existentes. Dividir a las fuerzas del cambio, cooptarlas, desviarlas
del objetivo siempre ha sido la política de los que mandan. Parecería que ahora
se está ensayando un “pacto bajo mesa” cuyo contenido sería algo así como
“todos contra Podemos”, intentando impedir la necesaria unidad, la alianza, no
hay que olvidarlo, que reclaman los hombres y mujeres de izquierda, la
ciudadanía, que quiere poner fin a tanto sufrimiento social, al paro y a la
pobreza, a los desahucios, y hacerlo viable, no es poca cosa, con la
movilización y la lucha social.
La esperanza de que el cambio es posible, de que está en
nuestras manos y que depende de nosotras
y nosotros, es una fuerza social, un imaginario tan poderoso, que va más allá
de IU o de Podemos. El acento hay que ponerlo en este aspecto: la hegemonía se
construirá en torno a la capacidad de unir a las fuerzas por la transformación
y traducirlas en una propuesta político-electoral solvente, mientras, el
“partido orgánico” (Gramsci) sigue creciendo y acumulando voluntades, hasta el
punto que se puede estar pasando de la
simple adición a la multiplicación de fuerzas y consensos, que sitúen la
cuestión de la alternativa en el horizonte de lo posible. No entender esto es
desconectar de la gente y convertirse en prescindible social y electoralmente.
La unidad no es fácil, nunca lo ha sido, tampoco en el
interior de las fuerzas políticas, de esto sabemos mucho en IU. Podemos es una
fuerza en construcción, que aspira a ser algo más que un excelente aparato
político electoral. Hay una tendencia de fondo en favor suya y, lo que es más
importante, está cambiando el campo político en su conjunto, obligando a los actores a definirse frente a ella y a
cambiar la agenda política. Su convergencia con IU es un reto nada fácil y la
lógica de la diferenciación pesa y pesará mucho. La pregunta de fondo es
pertinente: ¿puede aspirar Podemos al gobierno del país sin IU o contra IU?
Ciertamente, esta pregunta debe de responderla también IU y
hacerlo sin ambigüedades. En principio, la respuesta no resulta difícil: desde
hace varios años, especialmente desde su última Asamblea, hace año y medio, IU
adelantó temas y propuestas que posteriormente
Podemos recogería y las convertiría en discurso propio. IU no tiene que cambiar
de política, ni adaptarse sin más a los nuevos tiempos: llegamos autónomamente
y desde nuestro proyecto a una propuesta estratégica que no por casualidad se resumía en la en algo tan inequívoco como la
Rebelión Democrática, ni más ni menos.
¿Dónde ha estado el problema? En que no hemos sido
plenamente coherentes con nuestra política, que no confiamos suficientemente en
lo que aprobábamos en nuestros órganos de dirección y que al final se impuso el
seguimiento de unas encuestas que nos eran aparentemente, solo aparentemente,
favorables y la atención preferente se centró en los previsibles gobiernos
futuros con el PSOE. Lo que se impuso por los hechos y por las decisiones que
se iban tomando era algo así como: menos procesos constituyentes, menos
república, menos rebelión democrática y más programa concreto y electoralmente
viable. El proyecto, se troceó, no construimos un discurso adecuado y dejamos
de estar en la vanguardia. Se fue a amarrar el resultado y no a ganar.
La unidad es lucha y conflicto, no la paz celestial. Depende
de la correlación de fuerzas y de la inteligencia política de aquellos que
aspiran a construir un bloque político y social alternativo. El objetivo es
claro: impulsar el proceso constituyente y plantearse en serio y hasta el final
la conquista del gobierno y la transformación del poder. Este es el problema
real y señala con precisión los desafíos y dilemas de la estrategia unitaria.
Convertir un problema de esta dimensión y hondura, como se
hace ahora, en una cuestión identitaria centrada en las siglas, es desviarse de
la cuestión central e iniciar el camino a ninguna parte. Lo fundamental, hay
que insistir, es definir bien la fase y apostar por ser alternativa y no mera
alternancia, es decir, plantearse en serio el problema del poder. La unidad no
es sumarse a otras fuerzas u ocupar espacios más o menos compartidos
electoralmente, es algo muy diferente y mucho más radical: construir desde abajo
y a la izquierda, como ha señalado muchas veces Julio Anguita, un contrapoder
social con voluntad de ser mayoría, una fuerza (contra) hegemónica que no tenga
miedo a ganar y que se tome en serio construir un nuevo proyecto de país. Esta
ha sido la propuesta histórica de IU, la plataforma moral e ideal que hemos
defendido hasta el presente y que recientemente hemos reafirmado en el Consejo
Federal de IU. Lo demás, es secundario y nos sitúa fuera de la política
real.
Es el momento se sumar y no de sumarse. No hay espacios
políticos permanentes ni posiciones ganadas para siempre. Los espacios se crean
y se definen en la lucha social, se potencian con la organización y se
articulan desde un discurso que trabaja en y desde los imaginarios sociales y
que cambian el “sentido común” de las clases subalternas. Ser poder es
convertirse en fuerza social organizada y en esperanza colectiva; es saber
traducir las demandas de las gentes en
mayoría electoral y es, sobre todo, plantearse en serio el gobierno de la cosa
pública. Todo ello requiere una
dirección política a la altura de los tiempos: jefes, si, jefes y
cuadros, como nos enseñó Lenin y nos tradujo como nadie Antonio Gramsci. Esto
es IU, sobre todo IU, no únicamente, pero si la que generó y genera confianza,
militancia y voluntad, la Izquierda Unida de Julio Anguita.
Manolo Monereo en Madrid a 25 de Julio de 2014