viernes, 8 de agosto de 2014

El verdadero objetivo impedir la alianza entre Izquierda Unida y Podemos

                                                                                 




Para las compañeras y compañeros del CEPS

Siempre es bueno saber donde se está en cada momento, cual es la fase política real que  se vive y ser capaces de distinguir lo episódico de lo fundamental, las voces de los ecos, que decía el poeta. Tiene esto que ver con un fenómeno que en momentos como el presente es mortal de necesidad, nos referimos a  hacer política a base de titulares de prensa y situar los mayores o menores desajustes internos de las fuerzas políticas en el centro de las preocupaciones, olvidando, que a pesar de la aparente normalidad, esta etapa se caracteriza por una lucha especialmente dura y hasta encarnizada, entre las fuerzas empeñadas en la consolidación del nuevo régimen monárquico y aquellos que defendemos la ruptura democrático-republicana. Olvidar esto es perderse y no tenemos todo el tiempo del mundo para dar vueltas sobre nosotros mismos: hay que hacer política y a lo grande. No queda otra.

Los nostálgicos de la Constitución del 78, cada vez menos, es verdad, plantean este asunto de modo diferente: estamos en un paréntesis doloroso, muy doloroso, pero transitorio; volveremos pronto al pasado, a los pactos, a la negociación colectiva, a los derechos sociales, al crecimiento económico y a la paz social. Esta es la penúltima quimera (siempre caben más) de los que se niegan a afrontar la realidad y sacar consecuencias políticas y estratégicas adecuadas. No, el pasado no volverá. La disyuntiva aparece cada día más clara: o un nuevo régimen monárquico, en  acelerada construcción, basado en una democracia “limitada”, “oligárquica” y crecientemente “autoritaria”, o un proceso constituyente que defina un nuevo proyecto de país fundado en una democratización sustancial del poder económico, político y mediático-cultural.

Cabe una variante, vengo insistiendo en ello desde hace tiempo, el transformismo, es decir, usar la fuerza de los que quieren cambios reales para consolidar nuevas formas de dominio que lejos de ”democratizar la democracia” consoliden y hagan más fuertes poderes económicos y mediáticos y su control  sobre la clase política. La clave está, en muchos sentidos, en el gobierno de Rajoy y, secundariamente, en su partido. El poder del Estado es siempre decisivo y en épocas de transición mucho más: coordina, centraliza y ordena los diversos poderes (incluido los no gubernamentales)  y los convierten en decisión política.
El gobierno del Estado (del bloque del poder, sobre todo) tiene que tomar opciones nada fáciles, la primera el papel del PSOE en la sociedad española. Sin una ayuda potente de los poderes fácticos, el Partido Socialista no levantará el vuelo. La operación primarias no parece  haber servido para dar una señal inequívoca de recuperación y todo apunta que los problemas de su decadencia político-electoral siguen estando muy presentes y sin una salida visible. El tema de fondo es simple: el papel del partido de Felipe González ha sido  históricamente hacer imposible una alternativa de izquierdas, asegurando la leal alternancia de los partidos dinásticos. El avance de Podemos y la consolidación de IU  lo hacen innecesario para esa función y lo obligan a definirse en un nuevo campo político, donde las opciones son todas muy complicadas y con resultados inciertos. El PP, al final, puede dejarlo caer.

Otro asunto de calado es la llamada “cuestión catalana”. La presión de los poderes está siendo muy fuerte, intentando una salida que ayude a la consolidación del nuevo régimen en construcción y que, sobre todo, no contribuya a acumular fuerzas del lado de los que impulsan la ruptura y el proceso constituyente. Al final, el asunto tiende a alinearse del siguiente modo: reforma constitucional o proceso constituyente, es decir, es lo sustancial, evitar el protagonismo del sujeto popular, de las mayorías sociales en el cambio político. Rajoy sigue teniendo el “botón nuclear”: convocar elecciones generales anticipadas con la secesión catalana en el centro, generando así un nuevo alineamiento político e impulsando una salida mucho más a la derecha de la crisis del régimen.

Ahora bien, el catalizador, el acelerador de los cambios sigue siendo el avance electoral de las fuerzas rupturistas, es decir, Izquierda Unida y Podemos. No tener esto en cuenta, situarlo en un segundo plano o jugar a política palaciega es caer en las trampas de los poderes realmente existentes. Dividir a las fuerzas del cambio, cooptarlas, desviarlas del objetivo siempre ha sido la política de los que mandan. Parecería que ahora se está ensayando un “pacto bajo mesa” cuyo contenido sería algo así como “todos contra Podemos”, intentando impedir la necesaria unidad, la alianza, no hay que olvidarlo, que reclaman los hombres y mujeres de izquierda, la ciudadanía, que quiere poner fin a tanto sufrimiento social, al paro y a la pobreza, a los desahucios, y hacerlo viable, no es poca cosa, con la movilización y la lucha social.

La esperanza de que el cambio es posible, de que está en nuestras manos y  que depende de nosotras y nosotros, es una fuerza social, un imaginario tan poderoso, que va más allá de IU o de Podemos. El acento hay que ponerlo en este aspecto: la hegemonía se construirá en torno a la capacidad de unir a las fuerzas por la transformación y traducirlas en una propuesta político-electoral solvente, mientras, el “partido orgánico” (Gramsci) sigue creciendo y acumulando voluntades, hasta el punto que se puede estar  pasando de la simple adición a la multiplicación de fuerzas y consensos, que sitúen la cuestión de la alternativa en el horizonte de lo posible. No entender esto es desconectar de la gente y convertirse en prescindible social y electoralmente.

La unidad no es fácil, nunca lo ha sido, tampoco en el interior de las fuerzas políticas, de esto sabemos mucho en IU. Podemos es una fuerza en construcción, que aspira a ser algo más que un excelente aparato político electoral. Hay una tendencia de fondo en favor suya y, lo que es más importante, está cambiando el campo político en su conjunto, obligando  a los actores a definirse frente a ella y a cambiar la agenda política. Su convergencia con IU es un reto nada fácil y la lógica de la diferenciación pesa y pesará mucho. La pregunta de fondo es pertinente: ¿puede aspirar Podemos al gobierno del país sin  IU o contra IU?

Ciertamente, esta pregunta debe de responderla también IU y hacerlo sin ambigüedades. En principio, la respuesta no resulta difícil: desde hace varios años, especialmente desde su última Asamblea, hace año y medio, IU adelantó temas y  propuestas que posteriormente Podemos recogería y las convertiría en discurso propio. IU no tiene que cambiar de política, ni adaptarse sin más a los nuevos tiempos: llegamos autónomamente y desde nuestro proyecto a una propuesta estratégica que no por casualidad se  resumía en la en algo tan inequívoco como la Rebelión Democrática, ni más ni menos.

¿Dónde ha estado el problema? En que no hemos sido plenamente coherentes con nuestra política, que no confiamos suficientemente en lo que aprobábamos en nuestros órganos de dirección y que al final se impuso el seguimiento de unas encuestas que nos eran aparentemente, solo aparentemente, favorables y la atención preferente se centró en los previsibles gobiernos futuros con el PSOE. Lo que se impuso por los hechos y por las decisiones que se iban tomando era algo así como: menos procesos constituyentes, menos república, menos rebelión democrática y más programa concreto y electoralmente viable. El proyecto, se troceó, no construimos un discurso adecuado y dejamos de estar en la vanguardia. Se fue a amarrar el resultado y no a ganar.

La unidad es lucha y conflicto, no la paz celestial. Depende de la correlación de fuerzas y de la inteligencia política de aquellos que aspiran a construir un bloque político y social alternativo. El objetivo es claro: impulsar el proceso constituyente y plantearse en serio y hasta el final la conquista del gobierno y la transformación del poder. Este es el problema real y señala con precisión los desafíos y dilemas de la estrategia unitaria.

Convertir un problema de esta dimensión y hondura, como se hace ahora, en una cuestión identitaria centrada en las siglas, es desviarse de la cuestión central e iniciar el camino a ninguna parte. Lo fundamental, hay que insistir, es definir bien la fase y apostar por ser alternativa y no mera alternancia, es decir, plantearse en serio el problema del poder. La unidad no es sumarse a otras fuerzas u ocupar espacios más o menos compartidos electoralmente, es algo muy diferente y mucho más radical: construir desde abajo y a la izquierda, como ha señalado muchas veces Julio Anguita, un contrapoder social con voluntad de ser mayoría, una fuerza (contra) hegemónica que no tenga miedo a ganar y que se tome en serio construir un nuevo proyecto de país. Esta ha sido la propuesta histórica de IU, la plataforma moral e ideal que hemos defendido hasta el presente y que recientemente hemos reafirmado en el Consejo Federal de IU. Lo demás, es secundario y nos sitúa fuera de la política real. 

Es el momento se sumar y no de sumarse. No hay espacios políticos permanentes ni posiciones ganadas para siempre. Los espacios se crean y se definen en la lucha social, se potencian con la organización y se articulan desde un discurso que trabaja en y desde los imaginarios sociales y que cambian el “sentido común” de las clases subalternas. Ser poder es convertirse en fuerza social organizada y en esperanza colectiva; es saber traducir  las demandas de las gentes en mayoría electoral y es, sobre todo, plantearse en serio el gobierno de la cosa pública. Todo ello requiere una  dirección política a la altura de los tiempos: jefes, si, jefes y cuadros, como nos enseñó Lenin y nos tradujo como nadie Antonio Gramsci. Esto es IU, sobre todo IU, no únicamente, pero si la que generó y genera confianza, militancia y voluntad, la Izquierda Unida de Julio Anguita.


                          Manolo Monereo  en Madrid a  25 de Julio de 2014