Todo tiene que ver
con la experiencia última de la socialdemocracia y el específico
experimento de Hollande en Francia. El tema es conocido: cuando la derecha
gobierna hace políticas neoliberales, y cuando gobierna la izquierda, también.
Claro y evidente: las grandes fuerzas políticas están de acuerdo en lo
fundamental y divergen solo en lo accesorio. Hay un pluralismo meramente formal
y en todas partes mandan aquellos que no se presentan a las elecciones, es
decir, los grandes poderes económicos-financieros. Como resumen y síntesis
puede valer, creo.
Estos son los hechos,
habría que ir más allá e intentar explicarlos. Que Francia estaba en el
ojo del huracán de eso que se llama los mercados, lo sabíamos todos;
conocíamos con mucha precisión que la
Comisión Europea estaba al acecho y que la señora Merkel, como representante
del todopoderoso Estado alemán, venía advirtiendo de los incalculables males
que para la Unión Europea y el euro tendría una Francia enferma; ni que decir
tiene que esta opinión es compartida por la gran patronal francesa, los medios
de comunicación y la derecha en sus diversas y complementarias posiciones.
Paul Krugman, entre otros muchos, ha subrayado una y otra
vez que no hay razones económicas para tanto escándalo y que “el golpe” de
Hollande nada tiene que ver con el futuro de Francia y de sus gentes, sino con
algo más sustancial: redimensionar el Estado y recortar los derechos sociales.
En todas partes lo mismo: la socialdemocracia hace lo que la derecha no se
atreve o no puede hacer. Ahora se trata, ni más ni menos, de liquidar las bases
de la República, es decir, los derechos de ciudadanía que han fundamentado una
cultura pública y el sentido de pertenencia de una entera comunidad política.
Que los socialistas franceses han traicionado sus promesas
electorales, lo dicen las elecciones y lo confirman las encuestas: la
popularidad del presidente francés apenas supera el 10% y la derecha podría
ganar las próximas elecciones en competencia, dura, con el Frente Nacional. De
esto no hay dudas; sin embargo, queda por explicar el porqué de esta
autoinmolación, de esta autodestrucción de la socialdemocracia que, es justo
subrayarlo, no logra capitalizar la izquierda alternativa francesa.
Como siempre hay muchas razones: la carencia de un proyecto
alternativo al neoliberal dominante; la desnaturalización del viejo proyecto
socialdemócrata y la ruptura con los sindicatos, en un momento de recomposición
y pérdida de referentes políticos de las clases trabajadoras; los cambios en la
organizaciones partidarias y la tendencia prevaleciente a una mayor
homogeneidad de las fuerzas políticas en las llamadas sociedades de la
información.
Se podría continuar y afinar más. Sin embargo, me gustaría
centrarme en lo que creo que es fundamental: las consecuencias políticas,
económicas y sociales del modelo de poder y de acumulación del capital impuesto
por el neoliberalismo en estos últimos veinte años y, específicamente, en esto que se llama la
construcción europea, es decir, la Unión Europea del euro.
Si pretendiéramos definir el aspecto más característico del
proyecto (contra-) revolucionario neoliberal sería con el término
irreversibilidad. Todo el mecanismo de poder funciona con este propósito claro
y rotundo: hacer irreversible el modelo capitalista neoliberal, por eso van
desmontando todos y cada uno de los instrumentos de control y regulación social del mercado. Se trata de garantizar
que la oligarquía económica-financiera siga dominando más allá de las elecciones y de los cambios en el gobierno. Desde otro
punto de vista: posibilitar la alternancia e impedir o dificultar decisivamente
la alternativa al modelo.
La experiencia de nuestros ayuntamientos, comunidades
autónomas y gobierno central es bastante evidente. Se podría exponer así: ¿cómo
desprivatizar lo privatizado?; ¿cómo recuperar decenas y decenas de empresa
municipales y autonómicas de servicios
públicos entregadas a los capitalistas amiguetes?; ¿cómo reconstruir un tejido
empresarial público capaz de industrializar el país?; ¿cómo recuperar la soberanía
económica en una Unión Europea que nos condena a ser una periferia
subdesarrollada y dependiente de los centros económicos dominantes nucleados
por el Estado alemán?
Se podría continuar. Lo que se quiere decir es simple: el
poder que se tiene aquí y ahora cuando se accede al gobierno es un mucho menor
que antes. Los gobiernos de la derecha y de la socialdemocracia conscientemente
se fueron atando las manos y dejando al poder económico el control de los
gobiernos elegidos democráticamente. La maquina expropiatoria ha sido la Unión
Europea. Todo el diseño de fondo de lo que impropiamente se llama Europa tiene
un doble objetivo: dejar fuera de la dirección y del control popular (de la
democracia) a la economía, privatizar el Estado y convertirlo en una PYME.
Era el viejo sueño de Hayek: impedir la “politización” de la
economía y frenar la “demagogia populista
de los políticos”, es decir, que los elegidos por el pueblo no tuvieran en cuenta los deseos y
aspiraciones de la ciudadanía a favor del pleno empleo, los derechos laborales
y sindicales, el disfrute de los derechos sociales... La mejor vía: que la dirección de la economía
esté en manos de un Banco Central sin control democrático alguno, dedicado a
velar por el valor del dinero y alejado del mundanal ruido de las personas de
carne y hueso.
La otra cara de la moneda era también evidente: impedir la
construcción de un “Estado Europeo” que, de una u otra forma, reuniera los
atributos y funciones de los Estados nacionales. Por eso es una gloriosa
tontería hablar de que este tipo de entramado institucional tiene algo que ver
con un futuro federal, una especie de Estados Unidos de Europa, para nada: es
esta forma de dominio político la que se buscaba, es decir, Estados
minimizados, amputados de su soberanía económica y con democracias devaluadas y
oligárquicas donde las grandes fuerzas de la derecha y de la izquierda se
turnan para el mayor y único beneficio de los grandes grupos de poder
económico-financieros.
Los dos últimos tratados ratificados por la mayoría de los
Estados (Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza de la Unión
Económica y Monetaria; Tratado Constitutivo de el Mecanismo Europeo de
Estabilidad) van mucho más allá del Tratado de Lisboa, imponiendo durísimas
condiciones a los gobiernos y con mecanismos de sanciones casi automáticas para
aquellos que no cumplan con las directrices de las instituciones de la Unión,
es decir, de la troika.
En un marco así construido, no se pueden hacer políticas
socialdemócratas en sus varias acepciones y solo cabe romper con las reglas de
juego dominantes. No nos engañemos, con las constricciones político-económicas
vigentes en la UE no se pueden hacer políticas que nos hagan salir de la crisis
desde los intereses de la mayorías sociales; el pleno empleo con derechos se
convierte en quimérico y el Estado social, su defensa y desarrollo, en mera
declaración de intenciones de fuerzas de oposición que traicionarán, con mayor
o menor desparpajo, una vez que estén en el gobierno.
La experiencia latinoamericana enseña mucho. Salir del
modelo de poder y de acumulación neoliberal exige un proceso constituyente, es
decir, una nueva legalidad, una nueva Constitución al servicio de una nueva
legitimidad plebeya y republicana. Esta sigue siendo la línea de demarcación:
restauración o ruptura democrática. Un gobierno Podemos-Izquierda Unida, por
ejemplo, si quiere hacer de verdad políticas sociales y democráticas avanzadas,
tiene que iniciar un proceso constituyente que defina una nueva relación con
Europa (que es mucho más que la UE), subordine la economía a la satisfacción de
las necesidades humanas básicas, ponga los fundamentos de un verdadero Estado
federal (desde el reconocimiento del derecho a la autodeterminación), garantice
constitucionalmente los derechos sociales y se comprometa activamente con la
lucha a favor de la igualdad sustancial entre hombres y mujeres, asegurando la
paz con el planeta y con las demás naciones.
Se puede y se debe criticar a la socialdemocracia, pero hay
que hacerlo desde el convencimiento de que, en nuestras especificas condiciones,
reformas no reformistas, como se decían en otros tiempos, exigen conquistar el
gobierno para desde él transformar las instituciones y asegurar un cambio real
en la relación de fuerzas. Una estrategia nacional-popular tiene aquí su origen
y fundamento.
Manolo Monereo Pérez