Estas elecciones municipales y
autonómicas están siendo muy duras para el sujeto popular:
divisiones, prepotencias, sectarismos de todo tipo…, pero es solo
una parte de la verdad. En otros muchos lugares, la unidad popular
avanza y se consolida; centenares de candidaturas, empezando por
Madrid y Barcelona, se han ido gestando con paciencia, con
inteligencia, con sufrimiento. Cuando los ‘partidos-institución’
no responden a las demandas del ‘partido orgánico’ (las fuerzas
que están por el cambio y la transformación), los ajustes se hacen
difíciles y los muros parecen obstáculos infranqueables. Aun así,
se saltan y se están saltando, y a veces se rompen y se están
rompiendo.
Mujeres y hombres, activistas, cuadros
sociales y políticos han hecho posible desde abajo lo que por arriba
no parece posible todavía: unir a las diversas izquierdas, organizar
amplios frentes democrático-populares, y hacerlo al calor de los
movimientos sociales. El objetivo es claro: construir la alternativa
al bipartidismo y gobernar para transformar. No es poco, es apenas el
inicio y queda mucho, mucho camino por delante. La experiencia va a
ser muy importante y dará fuerza, confianza y estímulo a los que
han luchado, con paciencia y coraje, por la unidad popular.
Pero, ¿qué es la unidad popular?
Intentaremos delimitarla, siempre provisionalmente, por
aproximaciones sucesivas. Una primera definición podría ser la
siguiente: un conjunto de políticas dirigidas, encaminadas, a la
construcción de una sociedad de mujeres y hombres libres e iguales,
liberados de la explotación, del dominio y la discriminación; una
res pública. Se trata de una definición, quizá demasiado
abstracta, que expresa objetivos políticos que actúan como
principios, como ideas reguladoras, que sirven para criticar el
presente y prefigurar las líneas maestras del futuro a construir
colectivamente.
La unidad popular es, sobre todo, una
estrategia, es decir, un modo de hacer y organizar la política
concebida como acción consciente, colectivamente realizada. Para
entender esto, es necesario hacer un pequeño rodeo sobre el poder en
nuestras sociedades. En la sociedad capitalista, el poder es
capitalista; no se trata de un juego de palabras; lo que se quiere
decir es que el capital, los capitalistas, individual y
colectivamente, tienen un poder estructural y que este está
distribuido desigualmente y asimétricamente en nuestras sociedades.
Este es y será siempre el límite objetivo de toda democratización
en el capitalismo.
El Estado unifica al bloque dominante,
asegura la subalternidad político-ideológica de las mayorías
sociales y garantiza la cohesión de la formación económico-social,
desde su monopolio exclusivo de la violencia legítima. El Estado
capitalista es, pues, el espacio contradictorio donde se expresan los
conflictos básicos, se dirimen las contradicciones entre fuerzas
políticas y sociales y, esto es lo fundamental, se organiza y
reproduce la clase política dirigente. Ni es neutro desde el punto
de vista de los conflictos básicos ni un simple instrumento-máquina
de las clases económicamente dominantes; su autonomía es siempre
relativa, y cambia según condiciones. Ahora, en la presente crisis
(es señal inequívoca de ella), la autonomía es más estrecha y su
carácter de clase, más evidente.
Partiendo de esta realidad del poder en
nuestras sociedades, se entiende mejor lo que significa la unidad
popular como estrategia política emancipatoria. Gobernar es muy
importante, planteárselo como objetivo demuestra la seriedad, la
consistencia y el coraje de una fuerza política, pero debemos
subrayar también que gobernar con un programa transformador
significa, hoy más que ayer, algo más que acceder electoralmente al
poder ejecutivo; hace falta fuerza social organizada para intentar
(tarea muy difícil y siempre provisional) reequilibrar el déficit
estructural de poder existente en nuestras complejas sociedades. En
el centro, el Estado, y más allá, el conjunto de instituciones
formales y no formales de eso que se ha venido a llamar la sociedad
civil.
El objetivo es combinar, en el largo y
en el corto periodo, la democratización de las instituciones del
Estado con la articulación y desarrollo de poderes sociales. Ambas
cosas, trabajo institucional y creación de poderes de base en
nuestras sociedades concretas, tiene una prioridad local-territorial.
Se podría hablar de la ‘territorialidad del poder’, es decir, de
asentarse sólidamente en el espacio, crear vínculos sociales
solidarios y altruistas, y expandir formas alternativas de producción
y comercialización que aseguren el buen vivir de las personas,
nuevas relaciones sociales respetuosas y en paz con el medio
ambiente, volcadas hacia el futuro, uniendo dignidad y autogobierno
de las personas con la apropiación colectiva del territorio.
Para no perder el hilo: ‘democratizar
la democracia’ (como nos enseña desde hace años Boaventura de
Sousa Santos) implica combinar un trabajo serio y sistemático en las
instituciones (gestionar de forma alternativa es crucial) con la
creación paciente, tenaz, contracorriente (la normalidad es casi
siempre pasividad, subalternidad y dejar hacer al mercado, a los
empresarios, al capital) de diversas formas de autoorganización
social, practicas sociales e institucionales alternativas. La clave:
una gestión institucional que genere conflicto y no paz social, que
fomente la autoorganización de sujetos sociales fuertes; poderes
sociales que ayuden a democratizar las instituciones, que socialicen
la política y cambien la sociedad desde abajo.
Lo nacional-popular es la otra cara de
la moneda, el contenido que hace posible la transformación social.
Ser parte de la gente, ser gente, implicarse y aprender enseñando.
Lo que hay detrás es un viejo asunto que tiene que ver con la vida
cotidiana de las personas. La sociedad emancipada, lo que hemos
llamado socialismo, implicaba una democratización sustancial de la
política, del poder, de la cultura, de la economía. Es la
democracia de la vida cotidiana, es decir, nuevas relaciones sociales
entre los hombres y las mujeres, entre las empresas y los
trabajadores, entre los servicios públicos y la ciudadanía, entre
los seres humanos y la naturaleza de la que somos irreversiblemente
parte. En definitiva, reabsorber la historia de las grandes palabras
y de los hechos trascendentales en una cotidianidad liberada.
Lo peor es el elitismo de una parte
significativa de los intelectuales, unas veces trufado de
culturalismo, otras de marxismo de andar por casa (perdón, por los
palacios) y los más, puro llegar holgadamente a final de mes. Los
intelectuales tradicionales deben ser superados por otros que sean
capaces de partir de las necesidades de las gentes, defendiendo y
transformando los ‘sentidos comunes’, construyendo una nueva
alianza con las clases subalternas. El objetivo es preciso: una nueva
cultura que dé vida a un nuevo poder, a un nuevo Estado, a una nueva
república protagonizada por los de abajo, fundada en la hegemonía
política de las clases trabajadoras, de las clases populares.
La unidad popular, hay que insistir una
y otra vez, es hoy obligatoria. Si algo pone de manifiesto la Grecia
de Syriza (siempre sola, justo es señalarlo) es que el poder de los
gobiernos ha disminuido mucho y que cualquier proyecto democrático y
social requerirá conquistar más autonomía, más soberanía, más
poder. Sin una mayoría social organizada, sin un pueblo convencido y
movilizado, sin unas fuerzas políticas y sociales unidas, no habrá
transformación posible y seremos, una vez más, derrotados, todo
ello para mayor gloria de la Europa alemana del euro y del capital
monopolista financiero. Al final, será muy importante un equipo
dirigente audaz, inteligente y radical.
Se dirá que todo es demasiado genérico
y que los seres normales no lo entenderán. Creo que se equivocan.
Las encuestas sirven para lo que sirven y con restricciones. Hay, al
menos, dos actitudes posibles: quedarse en lo que opinan las gentes
sin más o partir de ellas, para ir más allá de ellas mismas. Por
lo que sabemos, digámoslo con modestia, nuestra gente tiene ideas
claras y enemigos de carne y hueso: los banqueros, los grandes
empresarios, la gran patronal… Saben con bastante precisión que
los poderosos han capturado al Estado y que lo han puesto a su
servicio, y que los responsables de esta inmensa involución social y
política son los dos grandes partidos dominantes, siempre apoyados
por las burguesías nacionalistas vasca y catalana. Lo que hay que
hacer ahora es convertir la enemistad política en proyecto
alternativo de país. La diferencia entre transformación y
transformismo es, muchas veces, una delgada línea. La unidad popular
servirá, también, para que esta no se traspase.