El PSOE es el partido del régimen. Su
suerte y su futuro dependerán del régimen del 78, hoy en transición
hacia una democracia limitada y oligárquica. El bipartidismo, hoy lo
sabemos casi todas y todos, es un modo de organizar el poder político
para que sigan mandando aquellos que no se presentan a las
elecciones. El papel del PSOE es crucial, articula el consenso de las
clases trabajadoras y, lo más importante, impide que surja una
alternativa a su izquierda que cuestione las relaciones de poder
existentes en nuestra sociedad.
Esto lo sabemos pero es bueno
recordarlo en momentos de confusión y cuando tenemos por delante
unas elecciones en Cataluña y en el conjunto del Estado. Las
elecciones municipales y autonómicas van a dar mucho poder al PSOE a
pesar de perder 700.000 votos y, de otro lado, han configurado un
mapa más plural y más complejo en lo que podríamos llamar el
bloque democrático popular o la izquierda en un sentido amplio.
Estamos en un “cerco mutuo” y en una “guerra de posiciones”.
El PSOE, insisto, tiene más poder y sabe cómo ejercerlo, no
necesitan 100 días, saben que lo que comunica realmente es el poder,
es el medio y el mensaje y, rápidamente, configurarán las agendas
públicas y las trasladarán sin grandes problemas a los medios.
Este poder que gana el PSOE lo obtiene
del apoyo directo o indirecto de Podemos y de IU. También tiene sus
costes para el PSOE; deber el poder a fuerzas hasta ayer calificadas
de populistas, extremistas y hasta desestabilizadoras implica
reconocimiento y eso limita en muchos sentidos las campañas
descalificadoras. El cerco es mutuo e implica una “larga marcha”
a través de las instituciones políticas y sociales, como nos
enseñaba el viejo y grande Rudi Dutschke, hoy, desgraciadamente,
casi olvidado. Sin duda, lo que pase en los ayuntamientos de Madrid y
Barcelona marcará un ciclo político que terminará en noviembre o
antes, si se adelantan las elecciones.
Pedro Sánchez, hay que reconocerlo con
veracidad, está haciendo las cosas bien y no lo tenía fácil.
Frente a una parte de su partido que miraba con buenos ojos acuerdos
con el gobierno de Rajoy y hasta llegar a un posible gobierno de
coalición, el secretario del PSOE lo tuvo claro: polarizarse con el
PP y construir una alternancia a la altura de los tiempos que
vivimos. La presentación de Pedro Sánchez como candidato
comunicacional y discursivamente es equivalente a la sucesión de
Juan Carlos I: protagonizar el nuevo tiempo, con un mensaje
reformista que oculta una enésima restauración política en nuestro
país.
La escenografía al estilo
estadounidense dice mucho de una estrategia muy pensada y pactada con
los poderes fácticos. Una de las palabras más fuertes de su mensaje
político fue la de autonomía, el PSOE es un proyecto autónomo, lo
ha sido siempre y lo seguirá siendo. Lo que se quiere decir con esto
es clarísimo desde Felipe González, no aceptar “frentes de
izquierdas” y ser en exclusiva la alternativa a la derecha. Para
poder hacer esto hoy hay que transformarse en un partido demócrata
ligado lejanamente a las clases trabajadoras y, sobre todo,
representar a unas capas medias en proceso de proletarización.
Tiempo habrá para analizar a fondo el
discurso político de Sánchez. Un asunto tiene, a mi juicio, mucha
importancia; lo que pretende este PSOE es demostrar a los poderes
fácticos, (desde la Troika al Ibex-35) que ellos son los únicos
capaces de frenar y controlar a Podemos y asegurar el futuro del
régimen en las nuevas condiciones de la España, periferia de una UE
dirigida por Alemania. El PP no da la talla y su continuidad en el
gobierno, como Juan Carlos, pone en peligro a la monarquía reinante
y con ello los delicados equilibrios necesarios para un régimen, por
así decirlo, post 78. Esa tarea es la propuesta de Sánchez, la
misma que hizo Felipe González en el 82.
El territorio comunicacional y
discursivo que va a marcar Pedro Sánchez tiene mucho que ver con eso
que se ha llamado la centralidad del tablero: el PSOE es el único
partido capaz de forjar alianzas, de asegurar a la vez continuidad y
cambio y, en último término, garante de la estabilidad del sistema.
Hay que cambiar para que los poderes que deciden y mandan puedan
seguir haciéndolo en nuevas condiciones. ¿Cuál es la condición
básica para que Sánchez gane? El apoyo masivo de los medios.
El PP de nuevo se encuentra con un
dilema que vivió Fraga, que soportó Aznar y que, de nuevo, sufre
Rajoy: ellos son los “representantes orgánicos” de los poderes
económicos, pero no son el partido capaz de asegurar la estabilidad
y la continuidad de un régimen que vive una difícil transición.
Los que mandan harán como siempre, “invertir” en ambos lados y
decantar la partida, en función del bloque de unidad popular en
construcción en torno a Podemos.
La agenda parece clara: un mensaje
redondo, sin aristas, centrado en la lucha contra el paro y la
corrupción. El trasfondo, resucitar de nuevo un “patriotismo
constitucional” que ya fracasó y que ahora renace de sus cenizas
para intentar, paradójicamente, solucionar los llamados problemas
territoriales del Estado. Pronto aparecerá, debe de ser uno de los
temas más complejos, la necesidad de reformar la Constitución. La
idea que va a ir emergiendo, a mi juicio, es clara, reformar la
Constitución para asegurar la continuación de la misma e impedir un
proceso constituyente.
Comunicacionalmente, insisto, la
propuesta de Pedro Sánchez es, en muchos sentidos, similar a la
operación Felipe VI: hay que asegurar por todos los medios la
continuidad de la “constitución material” que se ha ido
configurando en estos años de crisis. La clave es partir de lo ya
ganado por los poderes fácticos, es decir, la Constitución del 78
ya no volverá, no se modificará el art. 135 y, desde luego, nadie
cuestionará los tratados firmados con la Troika que nos sitúan como
un país subalterno extremadamente dependiente y en transición al
subdesarrollo económico y social. Estas son conquistas ya obtenidas
por el capital y que, bajo ningún concepto, están dispuestos a
cuestionar, y el PSOE lo sabe.
Afirmar una agenda política es, muchas
veces, negar otra, es decir, concentrar la atención en el dedo que
tapa la luna. Lo que quedará fuera del debate también estará
claro; por ejemplo, la política exterior y de defensa, íntimamente
ligada a los intereses de la administración norteamericana y
teniendo a Rota y a Morón como vanguardia de la OTAN en un mundo que
tiende aceleradamente a la multipolaridad.
Quedará fuera del debate el Tratado
Trasatlántico, TTIP, que engancha asimétricamente a la UE a los
intereses geoeconómicos de EEUU, a mayor gloria de las grandes
transnacionales. ¿Es posible defender nuestro débil estado del
bienestar, los derechos sociales apoyando este tipo de acuerdos?
Quedará fuera también la UE y sus
inmensos dilemas. La Grecia de Syriza lo expresa con muchísima
claridad: un chantaje político financiero de todos y cada uno de los
países de la eurozona contra un pueblo que se “equivocó”
votando por una propuesta democrática que aunaba la defensa de las
mayorías sociales con la soberanía y la dignidad de un pueblo
cruelmente agredido por un “sindicato” de acreedores dirigidos
por la señora Merkel.
Quedará fuera, sin duda alguna, la
necesidad imperiosa de reafirmar la soberanía popular al servicio de
una democracia sustancial y efectiva. La UE no solamente es una
institución básicamente antidemocrática sino que, como la vida
pone de manifiesto, limita los derechos de los pueblos, erosiona
sistemáticamente el estado social y liquida los derechos sociales,
sindicales y laborales, sobre todo, en el Sur de un Norte rico y
poderoso.
Quedará fuera el control democrático
de las finanzas y la cuestión central de la deuda. Dar estabilidad
es asegurar que ésta se pagará, pase lo que pase, y que se hará
política, como hacen Hollande o Renzi, en los estrechos márgenes
que deja la Troika, eufemísticamente llamada hoy “instituciones”
de la Unión.
El “patriotismo constitucional”
será perfectamente compatible, como ya lo fue en el pasado, con un
Estado centralista y oligárquico cada vez más dependiente de los
poderes extranjeros y de unas transnacionales en vías de convertirse
en “estados privados sin fronteras”, sin control democrático
alguno y, lo que es peor, imponiendo sus intereses por medio de una
corrupción que ha devenido en sistémica.
Se podría continuar y continuaremos.
Al final, el asunto es más simple y más claro de lo que venden los
discursos políticos: restauración o ruptura democrática,
continuidad o cambio real, defensa de la soberanía popular y de los
derechos sociales o tiranía de unos poderes económicos que, como ya
sabemos, son insaciables. Lo que queda es ser coherente con lo que
decimos: el capitalismo que surge en y desde la crisis es
incompatible con los derechos sociales y con la democracia de los de
abajo.