Para analizar la Grecia de Syriza sería bueno evitar el lenguaje
falsario e intentar, simplemente, decir la verdad. Las derrotas son
derrotas y no avances sobre la retaguardia. La condición previa para
salir en buenas condiciones de una derrota es encararla con veracidad y
afrontarla radicalmente, es decir, ir a sus raíces últimas. El gobierno
griego ha sufrido una enorme derrota que va a tener consecuencias graves
en Grecia y, más allá, en la periferia sur de la Unión Europea.
Cuando Goliat vence a David siempre hay que condenar al fuerte que se
impone y solidarizarse con el débil. Esto obliga a ser cuidadoso en la
crítica, a analizar los diversos puntos de vista y, sobre todo, a
aprender. Parece claro —Varoufakis ha dado muchos
elementos de autocrítica— que la estrategia negociadora ha fallado desde
el principio y que no se tenía un análisis realista de lo que es hoy la
UE. Tiempo habrá para analizar a fondo los puntos débiles de dicha
estrategia. Ahora hay que poner el acento en lo que son las consecuencia
inmediatas, no solo para la izquierda griega, de la derrota del
gobierno Tsipras.
Como muchos hemos venido diciendo en estos últimos meses, la
negociación entre la Troika y el gobierno griego ha sido, desde el
principio, centralmente política. Syriza era un mal ejemplo que había
que derrotar y convertirlo en una línea de ruptura para los pueblos y
para las fuerzas políticas contrarias a la austeridad neoliberal. La
lección que se ha pretendido dar es clara: no se puede ir contra las políticas dominantes en la UE y quien se atreva, lo pagará caro;
no es de extrañar que el ‘acuerdo’ haya sido el peor de los posibles y
que ha podido calificarse de capitulación o entrega sin más a la Troika.
Lo que aparece ahora son las lecciones que debemos de aprender, es una versión burda del síndrome thacheriano TINA (There is not alternative),
es decir, no hay alternativa a las políticas neoliberales dominantes,
impuestas con puño de hierro por el Estado alemán y asumidas por las
clases dirigentes, específicamente, del Sur de Europa. Las próximas elecciones van a tener a TINA en el centro de un chantaje discursivo,
que va a ser convertido en una línea de masas para colonizar el sentido
común de las gentes: o las políticas neoliberales o la salida del euro,
es decir, entre la catástrofe o la crisis autoprovocada; más en
concreto, recuperación económica o salida del euro, “corralito”,
incluido. En esto estará de acuerdo todo el establishment bipartidista, con el añadido de Ciudadanos; obviamente, con el objetivo de situar a la defensiva a Podemos y a IU.
Muchos de nosotros estamos convencidos, desde hace años, de que la
Europa alemana del euro es un instrumento decisivo para propiciar un
gigantesco proceso de acumulación por expropiación de los Estados y
pueblos europeos, especialmente los del Sur. La UE es hoy un sistema de
dominación que organiza y administra los intereses generales de las
clases económicamente dominantes, bajo la garantía y la hegemonía del
Estado alemán. No basta con afirmaciones de principio, es necesario que
las personas, que los trabajadores y trabajadoras hagan su propia
experiencia de lucha y de acción, aprendan en lo concreto los límites
reales del sistema euro. Estamos hablando de una propuesta política que
permita avanzar, aquí y ahora, noviembre y más allá, a las fuerzas
democrático-populares y de izquierda, en un contexto de crisis de
régimen y ante unas elecciones cruciales.
¿Cómo construir la alternativa, a la vez posible y radical, de
ruptura democrática y de transformación social? A mi juicio, en primer
lugar, diciendo la verdad sobre la naturaleza de esta UE
y no hacerse ninguna ilusión sobre su futuro. La UE es, en muchos
sentidos, la anti-Europa, la divide y la convierte en un instrumento
subalterno de los intereses geopolíticos norteamericanos.
En segundo lugar, hay que clarificar con precisión la naturaleza del
adversario. En esto tampoco nos debemos de engañar: estamos ante un
enemigo bifronte que expresa un proyecto común y una alianza entre las
clases dirigentes de la UE. El Estado alemán ejerce su hegemonía porque
defiende un proyecto en el que están de acuerdo las clases dirigentes de
los países del Sur. El bloque en el poder en España, en el que se
incorporan partes sustanciales de las burguesías vasca y catalana, está
de acuerdo con el modelo productivo y de acumulación
que los poderes dominantes y las instituciones europeas han diseñado
para nuestro país. Este es el problema central y todo lo demás es
secundario.
En tercer lugar, hace falta un programa político, económico y social de transición que defienda la soberanía popular, los derechos sociales y las libertades de nuestro país.
Este programa debería expresar una alianza entre pueblos y clases de
esa pluralidad que históricamente hemos llamado España. En el centro, la
reivindicación de un Proceso Constituyente que dé voz, protagonismo y
participación a las mayorías sociales en torno a un Nuevo Proyecto de
País.
En cuarto lugar, hay que avanzar en una unidad electoral lo más amplia posible,
creando condiciones para que pueblos, clases y grupos sociales puedan
estructurarse como sujetos políticos. La Unidad Popular es algo más que
una fórmula electoral, es la construcción consciente de (contra-)
poderes sociales. Hoy, como ayer, la madurez de una fuerza política está
relacionada con su concepción del poder. La característica de esta
etapa —Grecia lo pone de manifiesto— es que es posible organizar amplios
frentes democrático-populares, pero —es el lado negativo de la
cuestión— una vez llegado al gobierno, los poderes reales que éste puede
ejercer son limitados.
La tensión entre lo que es necesario y lo que es posible política y
electoralmente nos acompañará hasta noviembre. Hacer propuestas
políticas teniendo sólo en cuenta lo que dicen las encuestas electorales
suele ser un mal método, sobre todo, cuando la crisis llega y las
percepciones sociales cambian aceleradamente. El discurso político debe
buscar una coherencia entre el proyecto y la propuesta programática. El
programa debe de ser percibido como viable, posible y necesario, pero, a
la vez, articulado a un nuevo proyecto de país que promueva un
imaginario social transformador, creencias e ideas que engarcen razones y
pasiones. En definitiva, un discurso por el que merezca la pena comprometerse, luchar y votar.
Desde otro punto de vista, propiciar una campaña electoral, por así
decirlo, no electoralista donde las personas concretas se sientan parte
de una identidad colectiva que crea país y pueblo. Para lo otro, ya
están el PP y el PSOE.