sábado, 25 de octubre de 2014

La corrupción como instrumento político e ideológico de los poderes económicos: La Trama


Para entender lo que pasa aquí y ahora es necesario hacerse siempre la siguiente pregunta: ¿cómo mandan los que no se presentan a las elecciones? Es un viejo y siempre actual problema. Refleja la contradicción orgánica entre la democracia y el capitalismo, es decir, entre un sistema político que se fundamenta en la igualdad jurídico-formal de las personas y    una formación económico-social organizada en base a una desigualdad estructural de poder, renta y riqueza entre clases y grupos sociales. Las relaciones entre democracia y capitalismo han sido siempre conflictuales y, periódicamente, ambas lógicas político-sociales se hacen más antagónicas y contrapuestas, coincidiendo, no es casual, con graves crisis económicas del capitalismo.

Volvamos a la pregunta: ¿cómo mandan los que no se presentan a las elecciones? Si observamos con cuidado los tenedores de las “tarjetas negras” de Bankia, ¿qué vemos? La cooptación de la entera clase política por los poderes económicos. El instrumento fundamental: la corrupción. Lo que asombra —aquí también hay clases— no es que la derecha política sea corrupta (esto se sabe desde siempre: es una de sus características genéticas, por así decirlo) sino que una parte significativa de la izquierda social y política se deje atrapar en la madeja de intereses corporativos y en los conflictos de los varios grupos de poder en el entorno del PP y lo haga por dinero, mucho, hasta muchísimo para la gente normal, pero calderilla para los que mandan y no se presentan a las elecciones.

El bipartidismo imperfecto (PP y PSOE más la burguesía vasca y catalana) ha sido esencial. Los que mandan y no se presentan a las elecciones necesitaban garantías de que sus intereses nunca serían cuestionados y volvieron a  lo de siempre: dos partidos que se turnaban, en beneficio de los intereses generales de la oligarquía dominante, garantizados, en último término, por su corrupta majestad el rey. Como siempre, es decir, en las permanentes y, por ahora, inevitables restauraciones borbónicas, la derecha  lo era de verdad; la izquierda era un sucedáneo, con el objetivo específico de impedir el surgimiento y desarrollo de una izquierda verdadera.

Aquí deberíamos afinar y ver lo nuevo, lo singular, de la corrupción en esta fase concreta. Se suele decir, se repite una y otra vez, que siempre habrá corrupción, que es algo natural al ser humano y a la política. No estoy de acuerdo: este tipo de capitalismo monopolista-financiero lleva en su seno y necesita de la corrupción para mantenerse y desarrollarse. Esta es la novedad. Se dirá que es el capitalismo en general, y seguramente es verdad, pero hay que esforzarse en profundizar y en delimitar lo específico de la fase.
El neoliberalismo, capitalismo senil y depredador, sitúa en su centro, en su modo normal de funcionamiento, la especulación, los negocios fraudulentos, la información privilegiada, el expolio de lo público y el ataque a los derechos económico-sociales. La frontera entre lo legal e ilegal desaparece conforme se llega a la cúpula de los poderes económicos-financieros y solo se hace evidente cuando se baja a la base de una sociedad, en el lugar donde habitan, luchan y sufren los hombres y mujeres normales. La legalidad aplicada contra las personas, contra las clases subalternas, de nuevo, “clases peligrosas”.
No me gusta el término casta. ¿Por qué? Porque no anuda, no engarza y no relaciona a los poderes económicos y mediáticos con la clase política. Parecería que la corrupción es cosa de los políticos y solo de ellos. ¿Y los corruptores?, ¿dónde están?, ¿quiénes son?, y ¿para qué compran los poderosos a los políticos? Todo esto desaparece y se pone el foco en los representantes de los ciudadanos, ligando política con corrupción, libertades públicas con expolio del Estado. Por esto prefiero el término trama, precisamente, para poner de manifiesto que existe una relación subjetivamente organizada y necesaria entre el poder del dinero y los políticos del régimen bipartidista. Para que los gobiernos realicen y practiquen políticas contrarias a los intereses mayoritarios tienen que ser corrompidos, anulados y sometidos. Gobernar termina siendo, en la Unión Europea del euro, el arte para conspirar contra los ciudadanos y formar parte de la antipolítica organizada desde la cúspide del poder corporativo y mafioso de las finanzas.
Hay un juego perverso. Los poderosos someten a los políticos. Los medios de comunicación, casi siempre controlados por los que mandan y no se presentan a las elecciones, se hacen eco de los escándalos y denuncian, con razón, a los representantes de los ciudadanos desde una lógica que oculta las necesarias relaciones entre los corruptores poderes económicos y sus subalternos políticos corrompidos. La ideología que se crea es del mayor interés para la oligarquía: la política es corrupción, luego hay que dejársela a los que viven de ella y el resto, la ciudadanía, a lo suyo, a aguantar y al sálvese como se pueda. Abandonar lo colectivo, privatizar lo público y renunciar a la emancipación social y política. Es el “no te metas en política”, que nos aconsejaban nuestros padres, duramente escarmentados por el terror franquista.
Los “neoliberales de todos los partidos” suelen insistir en que los culpables de la corrupción son los políticos y que su origen está en que el Estado interviene mucho y tiene demasiado poder.  Su receta es conocida: más liberalizaciones, más privatizaciones, más desregulaciones. Lo más significativo del asunto es que a más predominio de los grupos de poder económicos, más corrupción, más degradación de la sociedad civil, mayor concentración de renta y riqueza, mayor fuerza de los oligopolios y prostitución del mercado como institución social.
El país necesita una revolución democrática que haga real y efectivo lo que dicen las Constituciones: que el poder reside en la soberanía popular. No será fácil, pero la revolución, para ser realmente democrática, tiene que romper con la trama oligárquica que gobierna de facto nuestro presente y controla e impide nuestro futuro como personas libres e iguales. Esto también depende de nosotros: hacer lo necesario posible y diseñar un futuro con sentido para los hombres y mujeres de carne y hueso.


Manolo Monereo

jueves, 9 de octubre de 2014

¿Por qué hoy para ser reformista de verdad hace falta ser revolucionario?

Todo tiene que ver  con la experiencia última de la socialdemocracia y el específico experimento de Hollande en Francia. El tema es conocido: cuando la derecha gobierna hace políticas neoliberales, y cuando gobierna la izquierda, también. Claro y evidente: las grandes fuerzas políticas están de acuerdo en lo fundamental y divergen solo en lo accesorio. Hay un pluralismo meramente formal y en todas partes mandan aquellos que no se presentan a las elecciones, es decir, los grandes poderes económicos-financieros. Como resumen y síntesis puede valer, creo.
Estos son los hechos,  habría que ir más allá e intentar explicarlos. Que Francia estaba en el ojo del huracán de eso que se llama los mercados, lo sabíamos todos; conocíamos  con mucha precisión que la Comisión Europea estaba al acecho y que la señora Merkel, como representante del todopoderoso Estado alemán, venía advirtiendo de los incalculables males que para la Unión Europea y el euro tendría una Francia enferma; ni que decir tiene que esta opinión es compartida por la gran patronal francesa, los medios de comunicación y la derecha en sus diversas y complementarias posiciones.
Paul Krugman, entre otros muchos, ha subrayado una y otra vez que no hay razones económicas para tanto escándalo y que “el golpe” de Hollande nada tiene que ver con el futuro de Francia y de sus gentes, sino con algo más sustancial: redimensionar el Estado y recortar los derechos sociales. En todas partes lo mismo: la socialdemocracia hace lo que la derecha no se atreve o no puede hacer. Ahora se trata, ni más ni menos, de liquidar las bases de la República, es decir, los derechos de ciudadanía que han fundamentado una cultura pública y el sentido de pertenencia de una entera comunidad política.
Que los socialistas franceses han traicionado sus promesas electorales, lo dicen las elecciones y lo confirman las encuestas: la popularidad del presidente francés apenas supera el 10% y la derecha podría ganar las próximas elecciones en competencia, dura, con el Frente Nacional. De esto no hay dudas; sin embargo, queda por explicar el porqué de esta autoinmolación, de esta autodestrucción de la socialdemocracia que, es justo subrayarlo, no logra capitalizar la izquierda alternativa francesa.
Como siempre hay muchas razones: la carencia de un proyecto alternativo al neoliberal dominante; la desnaturalización del viejo proyecto socialdemócrata y la ruptura con los sindicatos, en un momento de recomposición y pérdida de referentes políticos de las clases trabajadoras; los cambios en la organizaciones partidarias y la tendencia prevaleciente a una mayor homogeneidad de las fuerzas políticas en las llamadas sociedades de la información.
Se podría continuar y afinar más. Sin embargo, me gustaría centrarme en lo que creo que es fundamental: las consecuencias políticas, económicas y sociales del modelo de poder y de acumulación del capital impuesto por el neoliberalismo en estos últimos veinte años y,  específicamente, en esto que se llama la construcción europea, es decir, la Unión Europea del euro.
Si pretendiéramos definir el aspecto más característico del proyecto (contra-) revolucionario neoliberal sería con el término irreversibilidad. Todo el mecanismo de poder funciona con este propósito claro y rotundo: hacer irreversible el modelo capitalista neoliberal, por eso van desmontando todos y cada uno de los instrumentos de control y regulación  social del mercado. Se trata de garantizar que la oligarquía económica-financiera siga dominando más allá  de las elecciones y  de los cambios en el gobierno. Desde otro punto de vista: posibilitar la alternancia e impedir o dificultar decisivamente la alternativa al modelo.
La experiencia de nuestros ayuntamientos, comunidades autónomas y gobierno central es bastante evidente. Se podría exponer así: ¿cómo desprivatizar lo privatizado?; ¿cómo recuperar decenas y decenas de empresa municipales y autonómicas  de servicios públicos entregadas a los capitalistas amiguetes?; ¿cómo reconstruir un tejido empresarial público capaz de industrializar el país?; ¿cómo recuperar la soberanía económica en una Unión Europea que nos condena a ser una periferia subdesarrollada y dependiente de los centros económicos dominantes nucleados por el Estado alemán?
Se podría continuar. Lo que se quiere decir es simple: el poder que se tiene aquí y ahora cuando se accede al gobierno es un mucho menor que antes. Los gobiernos de la derecha y de la socialdemocracia conscientemente se fueron atando las manos y dejando al poder económico el control de los gobiernos elegidos democráticamente. La maquina expropiatoria ha sido la Unión Europea. Todo el diseño de fondo de lo que impropiamente se llama Europa tiene un doble objetivo: dejar fuera de la dirección y del control popular (de la democracia) a la economía, privatizar el Estado y convertirlo en una PYME.
Era el viejo sueño de Hayek: impedir la “politización” de la economía y frenar la “demagogia populista  de los políticos”, es decir, que los elegidos por el  pueblo no tuvieran en cuenta los deseos y aspiraciones de la ciudadanía a favor del pleno empleo, los derechos laborales y sindicales, el disfrute de los derechos sociales... La  mejor vía: que la dirección de la economía esté en manos de un Banco Central sin control democrático alguno, dedicado a velar por el valor del dinero y alejado del mundanal ruido de las personas de carne y hueso.
La otra cara de la moneda era también evidente: impedir la construcción de un “Estado Europeo” que, de una u otra forma, reuniera los atributos y funciones de los Estados nacionales. Por eso es una gloriosa tontería hablar de que este tipo de entramado institucional tiene algo que ver con un futuro federal, una especie de Estados Unidos de Europa, para nada: es esta forma de dominio político la que se buscaba, es decir, Estados minimizados, amputados de su soberanía económica y con democracias devaluadas y oligárquicas donde las grandes fuerzas de la derecha y de la izquierda se turnan para el mayor y único beneficio de los grandes grupos de poder económico-financieros.
Los dos últimos tratados ratificados por la mayoría de los Estados (Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza de la Unión Económica y Monetaria; Tratado Constitutivo de el Mecanismo Europeo de Estabilidad) van mucho más allá del Tratado de Lisboa, imponiendo durísimas condiciones a los gobiernos y con mecanismos de sanciones casi automáticas para aquellos que no cumplan con las directrices de las instituciones de la Unión, es decir, de la troika.
En un marco así construido, no se pueden hacer políticas socialdemócratas en sus varias acepciones y solo cabe romper con las reglas de juego dominantes. No nos engañemos, con las constricciones político-económicas vigentes en la UE no se pueden hacer políticas que nos hagan salir de la crisis desde los intereses de la mayorías sociales; el pleno empleo con derechos se convierte en quimérico y el Estado social, su defensa y desarrollo, en mera declaración de intenciones de fuerzas de oposición que traicionarán, con mayor o menor desparpajo, una vez que estén en el gobierno.
La experiencia latinoamericana enseña mucho. Salir del modelo de poder y de acumulación neoliberal exige un proceso constituyente, es decir, una nueva legalidad, una nueva Constitución al servicio de una nueva legitimidad plebeya y republicana. Esta sigue siendo la línea de demarcación: restauración o ruptura democrática. Un gobierno Podemos-Izquierda Unida, por ejemplo, si quiere hacer de verdad políticas sociales y democráticas avanzadas, tiene que iniciar un proceso constituyente que defina una nueva relación con Europa (que es mucho más que la UE), subordine la economía a la satisfacción de las necesidades humanas básicas, ponga los fundamentos de un verdadero Estado federal (desde el reconocimiento del derecho a la autodeterminación), garantice constitucionalmente los derechos sociales y se comprometa activamente con la lucha a favor de la igualdad sustancial entre hombres y mujeres, asegurando la paz con el planeta y con las demás naciones.

Se puede y se debe criticar a la socialdemocracia, pero hay que hacerlo desde el convencimiento de que, en nuestras especificas condiciones, reformas no reformistas, como se decían en otros tiempos, exigen conquistar el gobierno para desde él transformar las instituciones y asegurar un cambio real en la relación de fuerzas. Una estrategia nacional-popular tiene aquí su origen y fundamento.


Manolo Monereo Pérez